Interdependencia estratégica: el nuevo enfoque de Europa en un mundo de potencias medias

Indian Prime Minister Narendra Modi welcomes President of the European Union Ursula von der Leyen
El primer ministro indio, Narendra Modi, recibe a la presidenta de la Unión Europea, Ursula von der Leyen a su llegada al centro de convenciones Bharat Mandapam para la Cumbre del G20, en Nueva Delhi
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  • El mundo está cambiando, y a los gobiernos europeos les está costando decidir cómo posicionarse en él.
  • Las potencias medias no europeas se están preparando para un mundo fragmentado, no bipolar, y se plantean el orden emergente con cierta confianza. La UE puede aprender mucho de sus estrategias.
  • La UE tiene un sinfín de interdependencias con otras potencias y nunca será totalmente autosuficiente. Para proteger sus intereses y valores, necesita una estrategia de política exterior que reconozca esta realidad: su interdependencia estratégica.
  • La UE debería apoyar este enfoque en la identificación de dónde necesita alianzas, y el poder potencial que ejerce en ellas.
  • Debería prepararse para la convivencia política y la competencia, privilegiar la reducción del riesgo frente a la desvinculación e invertir en relaciones clave, en vez de defender el viejo orden.

El orden posterior a la Guerra Fría está muriendo, pero el nuevo orden todavía no ha nacido.

La creciente competencia geopolítica entre Estados Unidos y China ha llevado a muchos a pensar que una nueva guerra fría estructurará pronto el orden mundial emergente. Según este punto de vista, la competencia entre las dos superpotencias nucleares en todos los ámbitos determinará, en esencia, el orden mundial. El intento del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, de dividir el mundo en democracias y autocracias delata un instinto de combatir la actual lucha mundial muy parecido al anterior. Una consecuencia de esto podría ser una gran desvinculación que marque el fin de la interdependencia económica entre China y Estados Unidos, que podrían convertirse después en los patronos de dos bloques definidos por la ideología.

Tanto Estados Unidos como China dan por sentado que, en tal orden mundial, Europa se alinearía perfectamente con Estados Unidos como parte de Occidente. Sin embargo, les corresponde a los europeos determinar su propia estrategia.

Durante los largos años de la Guerra Fría, la mayoría de los países no tuvieron más remedio que alinearse con un bloque u otro. Incluso quienes lograron no elegir bando, definieron su identidad en referencia a esta lucha central de la Guerra Fría, formando así un “movimiento no alineado”.

Pero el mundo de hoy no es el de 1945. Una nueva guerra fría, o incluso una guerra real, es una posibilidad, pero no a lo que está predestinado el mundo. Las superpotencias de hoy, por poderosas que sean, no poseen el nivel de dominio que Estados Unidos y la Unión Soviética habían alcanzado en los albores de la Guerra Fría. En 1950, Estados Unidos y sus principales aliados (los países de la OTAN, Australia y Japón) y el mundo comunista (la Unión Soviética, China y el Bloque del Este) representaban, en conjunto, el 88 por ciento del PIB mundial. En la actualidad, estos grupos de países, tomados en conjunto, representan solo el 57 por ciento del PIB mundial, y todos tienen que competir con nuevos participantes en ámbitos de poder emergentes, como la tecnología y el clima. Los gastos de defensa de los países no alineados eran insignificantes aún en la década de 1960 (alrededor del 1 por ciento del total mundial), pero ahora alcanzan el 15 por ciento y van en rápido aumento. En aquellas regiones en las que Estados Unidos y China llevan tiempo invirtiendo en el desarrollo de relaciones estratégicas —como Oriente Próximo, África y América Latina—, ningún actor es capaz de afirmar un dominio inequívoco.

Además, ni China ni Estados Unidos tiene el tipo de ideología inspiradora que durante la Guerra Fría ayudó a llevar a las élites y las poblaciones generales de todo el mundo hacia el alineamiento estricto. China fusiona hoy una ideología comunista con muchos elementos capitalistas en su economía. Entretanto, la visión tradicional estadounidense de la democracia liberal se ha visto empañada por los abusos de la era unipolar, sobre todo la guerra de Irak y los excesos autocráticos de la presidencia de Donald Trump. China y Estados Unidos se disputan la supremacía geopolítica y están dispuestos a utilizar todas las herramientas disponibles para ello. Pero, sin una ideología que defina y una a los bloques, los países pueden operar más fácilmente sin alinearse con uno de estos patronos.

Por tanto, la competencia entre un bloque liderado por China y otro por Estados Unidos no definirá el orden mundial emergente. Una nueva clase de potencias medias tiene mucha más capacidad de acción de la que tenía durante la Guerra Fría. Estos países están tratando de adquirir su propia influencia en los asuntos internacionales, y dispuestos a aprovechar en su beneficio la competencia entre Estados Unidos y China o, en muchos casos, a desafiarla. Sus decisiones en sus relaciones con las superpotencias, y entre ellas, determinará en gran medida dónde se sitúa el nuevo orden mundial en el espectro que va de la bipolaridad a la fragmentación. Si estas potencias eligen, colectivamente, alinearse con una u otra superpotencia, entonces sí podríamos tener una nueva confrontación bipolar. Si, en cambio, optan por estrategias más promiscuas que tratan de evitar el alineamiento estricto, tendremos un paisaje mucho más desordenado.

En este documento se sostiene que las potencias medias están modelando un mundo más fragmentado, caracterizado por un enfoque cada vez más transaccional de la política exterior, para el que los europeos están deficientemente preparados. Después se expone una estrategia, basada en un análisis del comportamiento y las prioridades de una selección de potencias medias, para que la Unión Europea pueda defender sus intereses en este orden mundial emergente.

El enfoque de las potencias medias

En este documento se adopta una extensa definición de potencias medias que comprende países tan diversos como Brasil, Arabia Saudí, Japón, Kazajstán, Sudáfrica y Turquía, con el fin de reflejar cómo un amplio abanico de participantes está modelando el nuevo orden mundial de distintas maneras. En general, no tienen ningún rasgo en común que los defina como grupo, salvo un enfoque de la política exterior dirigido a maximizar su soberanía, en vez de adscribirse a cualquier ideología concreta. A menudo, persiguen este objetivo de una mayor independencia utilizando estrategias bastante diferentes. En el contexto, por ejemplo, de la guerra rusa contra Ucrania, esta preocupación por la soberanía estatal mueve tanto al alineamiento como al no alineamiento con Occidente, en función de la estrategia de la potencia media concreta. Un requisito previo para entender el nuevo orden o desorden mundial que se avecina es, por tanto, el profundo conocimiento de las diversas potencias medias de las que depende.

La imagen que se desprende de ese análisis no es la de un mundo bipolar, ni siquiera la de un orden multipolar bien definido. Algunas potencias definen su estrategia de política exterior por oposición a las superpotencias. Singapur, Indonesia, Japón, Corea del Sur y otros países se centran en impedir que China se convierta en una potencia hegemónica y en proteger la estabilidad. Por otra parte, muchos países de América Latina y el Golfo, que estuvieron durante mucho tiempo en el radio de influencia de Estados Unidos, están intentando ahora protegerse de esta dependencia excesiva mediante el desarrollo de relaciones con diferentes potencias, en especial con China. Sin embargo, las potencias medias no solo definen sus estrategias de potencias medias por oposición a las superpotencias. Un rasgo central del pensamiento estratégico de las antiguas colonias y exmiembros de la Unión Soviética es cómo aflojar los lazos con sus antiguos patronos al estrechar sus relaciones con todos los demás. Algunos de estos países —como Egipto— se han mantenido durante mucho tiempo en el no alineamiento y están reinventando esta posición para una nueva era; otros —como los países de Asia Central— están trabajando en su no alineamiento por primera vez. Mientras, a otros actores pragmáticos, como India y Turquía, los motiva el objetivo de ser amigos de todos y vasallos de ninguno.

Los europeos se desmarcan en este análisis. Muchos países europeos son potencias importantes por derecho propio, y la UE, en conjunto, tiene el potencial para competir más o menos al nivel de China y Estados Unidos. Pero la UE no es una nación-Estado y no puede aprovechar plenamente ese potencial en su actual configuración institucional. Varias palabras de moda en Bruselas, como «autonomía estratégica», demuestran el deseo de una mayor independencia de Estados Unidos, en la línea de la mayoría de las potencias medias. Pero, a pesar de su poder latente, los países miembros de la UE se adhieren estrechamente a Washington en sus estrategias de política exterior. Esto es un reflejo, por supuesto, de los valores comunes y la relación histórica de Europa con Estados Unidos. Y, como ha demostrado la guerra en Ucrania, la relación transatlántica sigue siendo fundamental para la defensa de Europa. El discurso europeo muestra en gran medida un profundo y continuado apego, incluso una cierta nostalgia por el orden liderado por Estados Unidos. Los europeos siguen siendo quienes más confían en la idea estadounidense de un orden basado en reglas, construido sobre la base de los valores liberales, a la hora de definir su compromiso con otras potencias.

Este relato, basado en los valores europeos, más que en sus intereses, desafía la tendencia que se da en muchas otras regiones del mundo. También deja a la UE muy expuesta a la acusación de que, en sus políticas reales en ámbitos como la inmigración y la tarificación del carbono, no practica lo que predica. Además, no aborda la realidad de que no son solo las grandes potencias las que desempeñarán un papel fundamental en la definición del nuevo orden mundial.

La UE tiene interdependencias complicadas con diversos actores. En lo que respecta a la energía, su mayor problema es desvincularse de una excesiva dependencia de Rusia. Para asegurarse los metales de tierras raras y otros minerales fundamentales para la transición energética ecológica, Europa tendrá que contar con China y competir con ella simultáneamente en otras regiones. Al mismo tiempo, habrá ocasiones en que defina sus intereses de forma distinta a Estados Unidos. Que se erija o no en uno de los actores que den forma al nuevo orden mundial dependerá de la voluntad política de los Estados miembros de cooperar para gestionar sus complejas interdependencias y adoptar un enfoque más estratégico para proteger sus intereses en el cambiante panorama geopolítico, al modo en que lo están haciendo otras potencias medias.

Los europeos no deberían circunscribir su preparación a un nuevo escenario de guerra fría, porque todas las demás potencias medias se están preparando para y dando forma a un orden mucho más complejo. Les interesan las relaciones de cooperación con otras potencias varias, incluida la UE. Y, dados sus considerables pesos y recursos, lo lograrán cada vez más. La instrumentalización de la gestión de la inmigración por parte de Turquía, Túnez, Marruecos y otros Estados africanos para obtener concesiones de Europa pone de manifiesto hasta qué punto está cambiando el reparto de poder.

En este nuevo y fragmentado orden mundial, la UE necesita una estrategia que haga hincapié en los vínculos con países más allá de Estados Unidos para proteger sus intereses. Este enfoque de la política exterior no debería definir a la UE por oposición o en liga con Estados Unidos o China, sino permitirle cooperar y competir con otros participantes según convenga, sobre la base de una clara consciencia de sus intereses y el respeto a sus valores. En esencia, esto requiere que aprenda de los planteamientos de las potencias medias.

Una taxonomía de las potencias medias

Para desarrollar un enfoque más estratégico de la interdependencia, los europeos tienen mucho que aprender de las potencias medias que están dando forma al nuevo orden. Con una ligera simplificación de la diversidad de estos países, hemos identificado cuatro grupos básicos:

Los partidarios de preservar la paz

En el Indo-Pacífico, el factor dominante que está remodelando el orden internacional es el ascenso de China y lo que ello conlleva en términos económicos, militares y políticos a nivel mundial. Es la región donde la competencia sistémica entre Estados Unidos y China es más palpable. Muchos de los países de esta región son, por tanto, partidarios de preservar la paz, y se concentran en gestionar el ascenso de China como potencia hegemónica y evitar la guerra. Indonesia es tal vez el ejemplo más claro, ya que define su estrategia de política exterior como “independiente y activa”, y hace hincapié en el no alineamiento, la neutralidad y la estabilidad. Aboga por el respeto a la soberanía nacional y la integridad territorial, aunque también subraya la necesidad del diálogo, la cooperación y la búsqueda de consenso entre los países. Indonesia participa activamente en varias organizaciones internacionales y plataformas con este fin. Ha sido una firme defensora de la Asociación de Naciones de Asia Sudoriental y desempeña un activo papel en la diplomacia regional. Singapur es otro claro ejemplo. En términos culturales y étnicos, los singapurenses tienen mucho en común con China (alrededor del 75 por ciento son de origen chino), y, desde el punto de vista económico, el país depende profundamente de China para su comercio, pero Estados Unidos es el mayor inversor. Singapur ha mantenido un relativo grado de independencia en su política exterior: se ha sumado a las sanciones occidentales contra Rusia, lleva a cabo la instrucción de sus fuerzas armadas en Taiwán y ha sido un socio cercano de Estados Unidos en materia de seguridad. Ofrece un entorno seguro y estable para el comercio y el desarrollo tecnológico, y se ha convertido en un refugio para los inversores preocupados por la inestabilidad de la región.

Otras potencias de la región, como Japón, Corea del Sur y Taiwán, han reaccionado al ascenso de China alineándose estrechamente con Estados Unidos para intentar mantener el orden liderado por los estadounidenses que asegura sus intereses. Al mismo tiempo, en sus relaciones económicas y tecnológicas, todos los actores de Asia Oriental dependen en gran medida de China como mercado y como parte de sus cadenas de suministro. Por tanto, consideran un absoluto imperativo evitar el conflicto entre Estados Unidos y China, aun cuando aceptan que necesitan restar cierto grado de riesgo a sus relaciones con Pekín. Las crecientes presiones derivadas de la intensificación de las tensiones entre Estados Unidos y China y la bifurcación del paisaje tecnológico han llevado a Japón, Corea del Sur y Taiwán a explorar estrategias de seguridad económica que apuntalen las dependencias críticas e intenten mejorar la seguridad de la cadena de suministro. Los tres son agudamente conscientes de que las decisiones estratégicas, políticas y normativas de Estados Unidos, la UE y China limitarán su propio margen de maniobra y su capacidad para tomar decisiones económicas y estratégicas independientes.

Una posible amenaza aún mayor surge de la conducta asertiva de China y la expansión militar en la región, así como la de sus socios, Corea del Norte y Rusia. Por tanto, los desafíos a las normas y reglas establecidas pueden tener consecuencias para el mantenimiento de la estabilidad en la región. Ser conscientes de esto es lo que ha llevado a los tres actores asiáticos a apoyar las sanciones contra Rusia en respuesta a su invasión de Ucrania. Japón ya tenía sanciones en vigor tras la anexión rusa de Crimea. Indonesia, por su parte, no ha impuesto sanciones contra Rusia, pero se ha mostrado dispuesta a sumarse a las resoluciones contra la agresión rusa en la Asamblea General de Naciones Unidas (AGNU) y proporcionar ayuda humanitaria a Ucrania. Para los partidarios de preservar la paz, la guerra en Ucrania es una piedra de toque para determinar la seriedad de los compromisos de la alianza estadounidense, y está claramente vinculada a una posible contingencia en Taiwán.

Esto ha inspirado, en parte, el actual nuevo acercamiento entre Japón y Corea del Sur, dos potencias con una relación históricamente tensa. Japón también se ha mostrado más tajante que nunca en su compromiso de apoyar a Taiwán. En general, los partidarios de preservar la paz han ido adaptando sus políticas a mantener el orden tanto a nivel regional como internacional, para que el desorden no les acabe afectando a ellos.

Los coberturistas respecto a Estados Unidos

Estos países han pertenecido tradicionalmente a la esfera de influencia de Estados Unidos, pero ahora están intentando cubrirse frente a la excesiva dependencia de Estados Unidos por medio de las relaciones con nuevos socios. El potencial energético de las dos regiones de coberturistas respecto a Estados Unidos que este documento analiza —América Latina y el Golfo— hace que tengan cada vez más capacidad de influencia en sus relaciones con potencias mayores.

El intervencionismo histórico de Estados Unidos ha moldeado la política exterior de América Latina. Durante la Guerra Fría, Estados Unidos trató a menudo a América Latina como su “jardín trasero” geopolítico, y presionó con dureza si los países de la región se arriesgaban al más mínimo coqueteo con el bloque Soviético. El producto de las políticas resultantes, así como de las duras medidas de reajuste económico del Consenso de Washington, fue una serie de regímenes autoritarios, sociedades polarizadas y conflictos civiles en muchos países latinoamericanos. En parte como consecuencia de ello, estas sociedades muestran con frecuencia una notable tendencia antiestadounidense.

En los últimos años, Estados Unidos y la UE han desviado su atención a otros lugares, mientras que China ha perseguido activamente unos fuertes lazos políticos y económicos con los países y actores latinoamericanos, y ha incluido a la región en su Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI, por sus siglas en inglés). Rusia también se ha mostrado cada vez más activa. China es ahora uno de los principales consignatarios de las exportaciones agrícolas latinoamericanas, pero también de minerales críticos, como el cobre y el litio.

No obstante, la mayoría de los países de América Latina aspiran a los valores de la democracia liberal y la economía de libre mercado adoptados por Occidente. Pero no se han alineado sistemáticamente con las potencias occidentales, ni han establecido alianzas de seguridad permanentes, como sí han hecho Japón y Corea del Sur.

Su reacción al conflicto en Ucrania demuestra tanto su apego a los valores occidentales como su reticencia a alineare con ellos geopolíticamente. Votaron en su mayoría a favor de condenar la agresión rusa en la AGNU, pero no han apoyado las sanciones occidentales, al considerarlas otro episodio más de un conflicto entre el oeste y el este, del que han solido ser víctimas colaterales. Estos países, por tanto, tienden a practicar un “alineamiento no activo”, tratando de preservar su independencia estratégica y evitar elegir bando. Su visión del orden internacional está dominada por el deseo de ejercer la soberanía política y económica y evitar las injerencias externas, sobre todo de Washington y Bruselas. Brasil se ha apartado de esta política de reducir al mínimo la confrontación y, con el presidente Luiz Inácio Lula da Silva, ha tratado activamente de influir en el orden internacional y darle a Brasil un destacado papel en él.

En consecuencia, aquellos países percibidos como partidarios de la soberanía nacional, en vez de querer ponerle límites, como China, ejercen una mayor influencia política entre los coberturistas respecto a Estados Unidos, aunque sus modelos de valores, políticos y económicos no coincidan con los de dicha región.

Otros ejemplos destacados de coberturistas respecto a Estados Unidos son los principales Estados del Consejo de Cooperación para los Estados Árabes del Golfo (GCC, por sus siglas en inglés) como Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos (EAU), que han empezado a dudar de las viejas garantías de seguridad estadounidenses. Ahora están fijando decididamente sus propios objetivos y tratando de establecer relaciones transaccionales con diferentes actores internacionales en lo que perciben como un orden multipolar. Tanto Arabia Saudí como EAU consideran cada vez más que son participantes importantes que ya no tienen por qué aceptar los “dictados” de las potencias extranjeras. La invasión rusa de Ucrania y la consiguiente carrera mundial a la búsqueda de aliados y energía ha consolidado esta opinión.

En parte debido a este razonamiento, los Estados de la región son cada vez más cautos y tratan de evitar verse enredados en la gran competición por el poder. Si Estados Unidos intentara algún día apretar las tuercas a China, como ha hecho con Rusia, perturbaría gravemente los críticos lazos económicos del GCC. Arabia Saudí, en especial, no puede permitirse un escenario en el que se interrumpan las compras de petróleo por parte de China —un motor fundamental de su transición económica interna— por verse obligada a alinearse con Estados Unidos o a acatar nuevas sanciones.

Sin embargo, los Estados del GCC tampoco quieren poner todos sus huevos en las cestas rusa y china. Por ejemplo, solo unos días después de que Arabia Saudí y EAU fuesen invitados a unirse al foro ampliado de los BRICS en septiembre, se anunció el Corredor Económico India-Oriente Próximo-Europa (IMEC, por sus siglas en inglés). Para los países europeos, este plan de construir un ferrocarril y, más adelante, cables digitales y eléctricos, así como un oleoducto de hidrógeno limpio desde la India a Europa, es un gran paso para rivalizar con la BRI de China; en cambio, desde el punto de vista de los Estados del GCC, debería entenderse más bien como un elemento de su estrategia coberturista general. A pesar de las importantes relaciones políticas, económicas y energéticas con Moscú, Rusia está ahora empantanada en un conflicto que está empobreciéndola y empujándola a los brazos de China. Como en el caso de los coberturistas respecto a Estados Unidos, el atractivo de China en la región se ha beneficiado de su norma de mantener la neutralidad política y la no injerencia, que privilegia los lazos económicos sobre los políticos. Pero China podría convertirse en un socio difícil si invade Taiwán y muestra mayor asertividad geopolítica, lo que podría provocar un conflicto mundial más amplio que pondría en peligro los esfuerzos del GCC por mantener relaciones con todas las partes.

Este nuevo enfoque supone un desafío más abierto a algunas de las posturas occidentales. Los países del GCC aceptan en general el principio de que Rusia no debería haber invadido el territorio soberano de otro país, y en su mayoría han apoyado las resoluciones de la ONU que condenan la invasión. En cambio, no están dispuestos a aceptar la idea de que se trata de una guerra global en defensa de un orden basado en reglas mundial. Esto obedece en parte al interés propio de poder mantener lazos importantes con Rusia y China. También consideran que este planteamiento es hipócrita, dadas las políticas que Occidente mantiene en Oriente Próximo desde hace tiempo, como en Israel y Palestina y durante la guerra de Irak, donde estos valores son, a su juicio, poco más que tapaderas para la persecución de los intereses occidentales.

La falta de voluntad del GCC para sumarse plenamente a la coalición occidental en defensa de Ucrania, así como el alineamiento con Rusia liderado por los saudíes como parte del intento de la OPEP+ para mantener más altos los precios del petróleo, reflejan este posicionamiento. EAU, según los funcionarios estadounidenses, se han convertido en un foco de evasión de las sanciones contra Rusia, y también han ampliado sus vínculos con China en materia de seguridad. En términos generales, Riad y Abu Dabi están estudiando sin prisas cómo evitar una excesiva dependencia de Estados Unidos mediante estrategias de desdolarización, como el aumento de las transacciones en otras divisas. Un ejemplo de ello son las negociaciones en curso con China en torno al petroyuan.

Pero la senda hacia la autoafirmación emprendida por Arabia Saudí y EAU no constituye un abandono de los actores occidentales, a los que siguen considerando socios fundamentales en asuntos e intereses clave. Han intentado posicionarse como posibles mediadores entre Rusia y Ucrania, y han demostrado ser útiles a Occidente en algunos frentes, por ejemplo, al facilitar un intercambio de prisioneros con Rusia. También parecen decididos a determinar —e incluso reforzar— los lazos en materia de seguridad con Estados Unidos, al que siguen considerando el actor dominante en el mundo en dicho ámbito. Para los Estados del GCC, no se trata de elegir entre Occidente y China, sino de ampliar al máximo su autonomía para obtener beneficios de ambas partes.

Arabia Saudí y EAU parecen confiar en que lograrán sortear las presiones contrapuestas que surjan de este enfoque, sobre todo si se tiene en cuenta que los actores occidentales parecen haberse vuelto más tolerantes con sus estrategias de cobertura. Su función equilibradora entre los distintos polos redunda en su importancia política, mientras que sus inmensos recursos energéticos y sus redes económicas les confieren un considerable peso material que pueden aprovechar en sus negociaciones. Aunque Estados Unidos ha impuesto algunas sanciones a entidades con sede en Dubái, acusadas de facilitar la evasión de las sanciones a Rusia, la respuesta general de Occidente al posicionamiento de la GCC contrario a los intereses occidentales ha sido tibia. Asimismo, para China y para Rusia, las monarquías del Golfo son demasiado importantes para presionarlas, dadas sus dependencias energéticas y la capacidad del GCC de actuar como red de conectividad mundial para los Estados sancionados.

En última instancia, los coberturistas respecto a Estados Unidos están trabajando para no tener que seguir tolerando un orden mundial en el que dicho país —o cualquier otro— pueda imponerles decisiones. En gran medida, lo están logrando, ya que las dinámicas cambiantes brindan nuevas oportunidades a la región para realizar transacciones de cobertura entre los principales actores mundiales de forma que prioricen y favorezcan más sus propios intereses políticos, de seguridad y económicos.

Los soñadores poscoloniales

En este grupo se incluyen las antiguas colonias de África y Asia Central, que, al igual que los coberturistas respecto a Estados Unidos, intentan librarse de una vez por todas del yugo de sus antiguos patronos coloniales y estrechar las relaciones con casi todo el mundo. Algunos han sido países no alineados desde hace tiempo y se están reinventando para una nueva era. Otros están intentando el no alineamiento por primera vez. Sin embargo, a diferencia de los coberturistas respecto a Estados Unidos, muchos de los soñadores poscoloniales carecen de los medios para desafiar directamente a sus antiguos patronos.

La opinión predominante en los países africanos es que el orden mundial existente es la expresión de una dinámica de poder más profunda y desigual. La proliferación de las crisis mundiales, como la pandemia de COVID-19 y la emergencia climática, ha afectado con mayor dureza a África. A diferencia del Norte Global, los países africanos más pobres carecen de la opción de acumular deuda nacional o de crear paquetes de estímulos para amortiguar las crisis mundiales. Por tanto, siguen dependiendo en gran medida de la ayuda internacional de todos los socios para capear esas embestidas.

Para aumentar su autonomía de cara a futuras crisis, los países africanos necesitan mantener a sus actuales patronos y atraer a otros nuevos. No es posible llevar a cabo un ataque frontal contra sus diversos patronos históricos y occidentales a la manera de los coberturistas respecto a Estados Unidos. Su principal estrategia para reforzar su soberanía consiste en exigir una mayor representación en los principales órganos multilaterales de gobernanza mundial, donde, en su opinión, África está infrarrepresentada y no se cumple con el continente. Están impulsando, con cierto éxito, las conversaciones para otorgarle un puesto a África en el G7, así como una representación más clara en otros foros, como las instituciones de Bretton Woods y el Consejo de Seguridad de la ONU, después de que la Unión Africana pasara a ser miembro permanente del G20 en septiembre de 2023. Justifican esta demanda haciendo hincapié en la desigualdad del actual sistema. Los países africanos también aspiran a formar parte de estructuras multilaterales en competencia y dominadas por los rivales de Occidente, como los BRICS y el Nuevo Banco de Desarrollo. De este modo, matan dos pájaros de un tiro, al ampliar su abanico de alianzas más allá de Occidente y presionar un poco más a este para que lleve a cabo reformas en otras estructuras multilaterales.

La postura de los países de Asia Central respecto al orden mundial es parecida, aunque tuvieron un patrón colonial distinto y su independencia es mucho más reciente. Al igual que en los países africanos, sus dirigentes sienten un gran apego a la independencia y la soberanía que sus países lograron tras la caída de la Unión Soviética, pero también tienen dificultades para reafirmarlas. Este apego a la soberanía explica por qué ninguno de ellos ha apoyado la invasión rusa de Ucrania. Solo Kazajstán y Uzbekistán se han distanciado explícitamente de la guerra rusa, pero ninguno de los países de la región votó en contra de las resoluciones de la AGNU de condena de la guerra —o bien se abstuvieron, o no participaron en las votaciones—, a pesar de sus vínculos históricos con Rusia. Ninguno de ellos ha reconocido la anexión de Crimea de 2014, ni tampoco han reconocido las regiones separatistas georgianas de Abjasia y Osetia del Sur como Estados independientes.

Sin embargo, el temor al dominio ruso en estos países se equilibra con una fuerte aversión a cualquier forma de “injerencia” occidental en sus asuntos internos, sobre todo en lo relativo a los derechos humanos, la cual podría promover unos objetivos democráticos y socavar el control de las élites gobernantes sobre las instituciones y los recursos. Los países de Asia Central podrían, por tanto, optar por aceptar las injerencias extranjeras cuando necesiten apoyo, pero es más probable que prefieran las de sus aliados autoritarios. La petición de Kazajstán a sus aliados en la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva de ayuda para sofocar las protestas en su país a principios de 2022 es un buen ejemplo.

Los países de Asia Central heredaron de sus pasados soviéticos infraestructuras que le conferían a Rusia un papel clave en su contacto con el resto del mundo. Reforzar su soberanía supone, pues, atraer a nuevos actores dispuestos a invertir para diversificar su economía. Las inversiones chinas, sobre todo, han sido decisivas para crear nuevas infraestructuras, lo que ha permitido a los países de Asia Central contrarrestar su tradicional dependencia de Rusia, pero también han perseguido una diversificación más general de sus alianzas internacionales, por ejemplo, estableciendo relaciones con Turquía, Corea del Sur y los países del Golfo.

El espectro de posibles estrategias es, por tanto, mucho más amplio que la mera elección entre Rusia y China. Los países de Asia Central han desarrollado varias estrategias para diversificar sus opciones en materia de política exterior, con el objetivo primordial de consolidar su independencia y su soberanía. Estas van desde la neutralidad aislacionista de Turkmenistán hasta el audaz esfuerzo de tomar parte en el escenario diplomático mundial y establecer asociaciones estratégicas con actores como la UE, así como las diversas estrategias coberturistas de Kirguistán, Tayikistán y Uzbekistán.

Las potencias poliamorosas

A diferencia de los coberturistas respecto a Estados Unidos y los soñadores poscoloniales, las potencias poliamorosas no tratan de defender su soberanía frente a ningún país concreto. En cuanto potencias en una clara trayectoria ascendente, están tan seguras de su papel en el próximo orden mundial, que están encantadas de entablar relaciones con todo tipo de socios. Turquía, por ejemplo, tiene una relación abierta con Occidente, mientras que India está completamente libre de ataduras y más que feliz por jugar en el campo.

En general, la Turquía postoccidental tiene problemas con el actual orden mundial. Siente que merece un mayor reconocimiento de su soberanía y sus preocupaciones por la seguridad por parte de las instituciones de gobernanza internacional, y se siente cada vez más incómoda con la primacía de Estados Unidos en el orden mundial. Este es el trasfondo de las frecuentes diatribas contra Occidente del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, y sus esloganizadas críticas al orden internacional: “El mundo es más grande que los cinco”.

Quizá más que otras potencias medias, esta nueva Turquía se jacta con cierta falta de cuidado de su influencia regional, y declara sus ambiciones globales, formuladas ideológicamente en una extraña mezcla de nacionalismo turco y un anticolonialismo un poco anticuado. No en vano, Erdogan hizo campaña con éxito con el lema “El siglo de Turquía” en las elecciones presidenciales de mayo de 2023. Turquía, a ojos de Erdogan y sus partidarios, se ha visto privada de su pleno potencial en las últimas décadas, sobre todo por parte de Occidente, pero ahora está destinada a ser una potencia de peso en el nuevo siglo.

Los dirigentes turcos quieren cambios en el sistema de la ONU, y creen que pueden desempeñar un papel de liderazgo político para la liga de los desposeídos —formada por decenas de países de Oriente Próximo, Asia Central y África— que han ido estrechando sus lazos económicos, o de parentesco, con Ankara.

Al mismo tiempo, Turquía ha sido parte de Occidente durante buena parte del periodo de posguerra. Está integrada en las instituciones euroatlánticas desde principios de la década de 1950, y es miembro fundador del Consejo de Europa, participa activamente en la OTAN y es candidata a la adhesión a la UE. Su economía está entrelazada con las de Europa, y Turquía ha obtenido beneficios económicos y políticos, desde el Plan Marshall a su lugar en la comunidad transatlántica.

Hoy, la opinión pública turca y sus actuales gobernantes ven estas instituciones y esta identidad “transatlántica” como un estorbo, cuando no una trampa. Sin embargo, esto no significa que Turquía quiera un divorcio total o que pueda desligarse abruptamente de Occidente. La Turquía de Erdogan quiere, idealmente, tener un pie en cada campo, negociar con grandes potencias e ir de las cumbres de la OTAN a las reuniones de la Organización de Cooperación de Shanghái, sin dejar de ampliar los intereses económicos y políticos de Turquía.

Una Turquía postoccidental es capaz de instrumentalizar la era de la rivalidad sistémica buscando aperturas para satisfacer sus instintos más revisionistas. Los turcos creen que el tiempo está de su parte, y que el orden mundial acabará generando las suficientes fisuras para que ellos puedan establecer un papel regional más dominante. En el futuro, su intención es sentarse a la mesa grande, en vez de vivir con miedo a ser parte del menú.

India parte de una posición muy distinta a la de Turquía, pero acaba adoptando una parecida perspectiva poliamorosa. India no es un Estado revisionista, y a lo largo de la historia siempre ha respetado las normas de la ONU. Pero eso no significa que esté satisfecha con todos los aspectos del orden internacional existente. En cuanto Estado más poblado del mundo, India cree que aún no tiene un papel y un estatus acordes con su peso económico, político y militar real. Los BRICS —que empezó siendo una organización contraria al G7, de la que India es miembro fundador— se ha ido institucionalizando específicamente para reivindicar esa afirmación. El Gobierno indio también se ha negado a condenar la invasión rusa de Ucrania o a aplicar las sanciones a Rusia.

Sin embargo, a diferencia de la mayoría de los miembros de ese club, India se comprometió a una reconciliación con todos los miembros del G7, incluso cuando se formó los BRICS. Ve a los países del G7 como socios de su propio ascenso. Su compromiso con los BRICS es, en este sentido, un intento de evitar alinearse por sistema con los socios del G7, más que de desvincularse del actual orden mundial. Como dijo Kanwal Sibal, exsecretario de Relaciones Exteriores de la India: “India solo se alinea con su interés nacional”.

En última instancia, India aspira a contribuir al establecimiento de las reglas de la gobernanza mundial. Como corresponde a una potencia poliamorosa, los responsables de las políticas indias piensan en India como un polo en el orden internacional, y quieren que el país sea reconocido como tal. Desde esta perspectiva, las consideraciones sobre el carácter más o menos multipolar del mundo no son sino una afirmación del estatus prominente de India o, como mínimo, de su aspiración a tal posición.

La interdependencia estratégica

En este nuevo orden mundial, más fragmentado y cada vez más abiertamente transaccional, los europeos necesitan una estrategia que haga hincapié en los vínculos de Europa con países más allá de Estados Unidos, a fin de proteger sus intereses ante los diversos países que están modelando la dinámica del poder. Una estrategia de este tipo respetaría los deseos soberanos de las demás potencias medias citadas antes, y, al mismo tiempo, aumentaría la propia soberanía de Europa. Llamamos a este enfoque “interdependencia estratégica”.

Se debería empezar con una clara definición de los intereses de Europa en el nuevo orden. En el comunicado de la Comisión Europea de la primavera de 2023 sobre una nueva estrategia de seguridad económica se establece que estos son: promover la competitividad europea; proteger a la UE de los riesgos para la seguridad económica; y asociarse con el mayor número posible de países que compartan las preocupaciones o los intereses de la UE en materia de seguridad económica. El fomento de estos intereses debe estar apuntalado por un orden basado en reglas que proporcione el marco en el que la UE —regida por un sistema basado en reglas— pueda operar. Aunque debe privilegiar las relaciones con aquellos socios que compartan sus valores, la UE también tendrá que convivir, y a veces cooperar, con otros países. El orden basado en reglas de este enfoque deberá tener dispuestas las barreras de seguridad a la hora de gestionar esta compleja interdependencia.

En esencia, la interdependencia estratégica debería, por tanto, permitir a la UE proteger su capacidad de acción mediante el desarrollo de relaciones con actores clave en las que conserve el poder de plantarse ante ellos cuando desafíen sus intereses y valores. Esto no es sencillo. Una de las principales razones por las que muchas de las potencias analizadas en este documento se oponen a ciertos principios del orden actual es precisamente porque perciben que de ese modo se mantiene el dominio de Occidente sobre este sistema.

La interdependencia estratégica es una vía intermedia entre la autonomía estratégica —que amenaza con dividir a la UE y alejar al resto del mundo— y el pleno alineamiento con Estados Unidos en un bloque antichino. Mientras que la autonomía estratégica está dirigida a “actuar de forma autónoma cuando y donde sea necesario”, la interdependencia estratégica identifica y subraya la compleja realidad de nuestro mundo interconectado. Aboga por el desarrollo de la resistencia frente a la instrumentalización de las dependencias, ya sea en el ámbito de la inmigración, la tecnología o el comercio, pero se opone a la idea de la desvinculación. Con el adjetivo “estratégico” se reconoce el doble filo de esta interdependencia, que las relaciones deben reflejar dinámicas de poder e intereses y que Europa conseguirá mejores resultados si busca socios para crear un mundo posterior a la post Guerra Fría que si sobreestima la legitimidad del mundo de ayer.

La interdependencia debe basarse en tres principios clave.

En primer lugar, las políticas europeas deben tener presente que, en un mundo interdependiente, la desvinculación no es solo poco realista, sino probablemente perjudicial para los intereses de Europa si el resto del mundo rechaza el concepto. Hay ámbitos en los que sí tendrá sentido evitar dependencias excesivas de países potencialmente hostiles (cuando se trate de materias primas críticas, por ejemplo). Pero el impulso hacia la desvinculación debería limitarse en la medida de lo posible en favor de la reducción de riesgos y la inversión en el desarrollo de relaciones con potencias medias clave.

En segundo lugar, la política exterior europea debería centrarse en prepararse para un mundo de convivencia política y competencia. La UE no debe dar por sentado que puede cambiar los regímenes de otros países, por lo que tendrá que vivir con ellos. Más que hacer que el mundo sea un lugar seguro para la democracia, el objetivo debería ser hacer que las democracias sean seguras en el mundo. Este esfuerzo debe empezar en casa, y los gobiernos de la UE deberían invertir en programas para compensar a los perdedores de la globalización en Europa con el fin no exacerbar la fragmentación política.

Más allá de Europa, deberían invertir también en apoyar a los países más afectados por las transiciones globales en los ámbitos de la tecnología, la descarbonización y la demografía. Por ejemplo, la transformación económica que debe acompañar a la descarbonización conllevará un cambio de dinámica en muchas de las relaciones de Europa con sus vecinos. Los europeos deberían explorar respuestas conjuntas —como el codesarrollo de tecnología con bajas emisiones de carbono— y también un diálogo continuado sobre el modo en que afectan las decisiones europeas —como el Mecanismo de Ajuste en Frontera por Carbono (MAFC)— a estos países socios. Los países europeos deberían prepararse para apoyar a los países perjudicados por estas políticas, como inversión en sus relaciones a largo plazo. Esta voluntad de invertir en el apoyo a los perdedores de las políticas progresistas con el fin de afianzar las asociaciones también debería aplicarse a otros campos.

En tercer lugar, los europeos deberían empezar a buscar socios para construir un nuevo orden mundial, en vez de preservar el antiguo. Aunque pueda dar confianza sentarse con los Estados afines y acordar soluciones bilaterales y multilaterales a los problemas mundiales, la mayor dificultad ahora estriba en cómo entenderse con los nuevos socios en cuestiones distintas. El recientemente anunciado IMEC es un ejemplo perfecto del tipo de iniciativa en la que la UE debería invertir más. Los formatos en expansión, como el Global Gateway y la Alianza Digital de la UE con América Latina son igual de prometedores.

Los europeos también deberían plantearse si los formatos más antiguos, dominados por Occidente, pueden evitar caer en la irrelevancia con la inclusión de un mayor número de miembros. La UE debería identificar los ámbitos (reglamentario, normativo o de otro tipo) en el que pueda aplicar sus puntos fuertes para lograr soluciones que funcionen.

En general, los formatos internacionales deben reforzar la soberanía, en lugar de destruirla. Deberían centrarse menos en la desregulación y más en reforzar la soberanía nacional. La capacidad de las instituciones internacionales para reducir el margen de maniobra de los Estados autocráticos está disminuyendo, pero aún pueden desempeñar un importante papel en el desarrollo de soluciones prácticas a los problemas globales en una era de competencia. Pueden facilitar el intercambio de información, gestionar la escalada y, en última instancia, procurar las barreras de protección contra el conflicto. La ONU no evitará la competencia entre las potencias del nuevo orden, pero puede ayudar a gestionarla.

A todas las potencias les interesa hacer que la competencia sirva para afrontar los retos colectivos a los que se enfrenta el mundo. Pero la UE, en cuanto potencia hiperconectada, está muy expuesta a las decisiones que tomen Estados Unidos y China para gestionar su creciente rivalidad estratégica. Por tanto, la UE necesita un enfoque más estratégico para gestionar esta interdependencia y proteger sus propios intereses. En el ámbito climático, por ejemplo, los enfoques multilaterales solo han logrado reducciones modestas de las emisiones en las pasadas décadas, pero una nueva fuerza parece estar impulsando un progreso más rápido en los últimos años: la rivalidad estratégica en torno al cambio climático. Pekín y Washington están invirtiendo en redes inteligentes, en infraestructura de recarga modernas y nuevos materiales. También están recurriendo a la coacción económica, como la concesión del acceso al mercado o su restricción, el gravamen a las mercancías que no han reducido sus emisiones y, en casos extremos, sancionar a las entidades más contaminantes. Reclasificar las iniciativas contra el cambio climático como parte de la competencia geopolítica, al mismo nivel que los asuntos de seguridad nacional, también puede ayudar a estimular una acción más temprana y ayudar a garantizar la financiación con cargo a los presupuestos nacionales para lograr una reducción más drástica de las emisiones. Los europeos deberían estudiar el potencial de aprovechar este tipo de competencia para avanzar en el trabajo que se realiza en otros ámbitos.

Más allá de estos principios, el enfoque de Europa deberá adaptarse a cada actor e incluir estrategias individualizadas que hagan que los diversos actores se sientan más soberanos. Las categorías de las potencias medias pueden servir de orientación sobre cómo hacerlo.

Los partidarios de preservar la paz, cuyo principal objetivo es contener el ascenso de China y evitar una guerra entre las dos superpotencias, tienen muchos intereses en común con los europeos. Al igual que ellos, los europeos no quieren verse obligados a elegir entre China y Estados Unidos, y desean mantener una relación funcional con ambas partes. Por tanto, es vital que los europeos mantengan relaciones multifacéticas con estos países que no pasen por Washington. Los europeos también necesitan avanzar desde una presencia puramente económica en la región del este asiático a una relación más estratégica. El primer paso en este proceso es acudir a las reuniones regionales importantes. La UE debería considerar la posibilidad de unirse al Acuerdo Amplio y Progresista de Asociación Transpacífico, como ha hecho Reino Unido, con el fin de demostrar que quiere participar en la región como actor responsable. Además, Europa debería ampliar sus asociaciones en materia de seguridad con estos países, y tomar parte en los diálogos sobre defensa y considerar la posibilidad de aumentar las exportaciones de armas.

Los coberturistas respecto a Estados Unidos están deseando desarrollar sus vínculos con otros países distintos a este. Los europeos ofrecen ese potencial, y, de hecho, tienen sus propias razones para establecer relaciones con estos países. A diferencia de Estados Unidos, los europeos tienen que vivir con las consecuencias directas de lo que sucede en Oriente Próximo. Los efectos colaterales del terrorismo y la inmigración de la región afectan directamente a los países europeos y a la política interior del bloque. Por esta razón, entre otras, los intereses europeos en Oriente Próximo diferirán a veces de los de Estados Unidos. La UE debería, por tanto, crear su propio enfoque colectivo para esta región y convertirse en un actor independiente, y no ser solo el socio menor de Estados Unidos. En América Latina, la UE debería centrarse también en las iniciativas regionales bilaterales. Debería ultimar cuanto antes su acuerdo de libre comercio con el Mercosur y buscar oportunidades para cooperar en los campos de la tecnología y las energías verdes; por ejemplo, puede ampliar el Global Gateway y la Alianza Digital de la UE con América Latina. La UE también debe mostrar que está en la región para formar y fortalecer sus propias redes de cooperación, y ayudar a los países a reafirmar su soberanía económica y política, no solo para contrarrestar a China.

Con los soñadores poscoloniales, algunas posibles áreas de cooperación de Europa son el cambio climático, la infraestructura, la sanidad y las finanzas internacionales. Varios países europeos tienen en muchos de estos países un gran bagaje histórico. Es probable que a los europeos les vaya mejor en el desarrollo de relaciones de cooperación si son sinceros respecto a cuáles son sus intereses en estas áreas de cooperación y muestran su entusiasmo por ser socios en un mundo multipolar en el que todos los países tienen capacidad de acción. Un planteamiento moralizante podría ser contraproducente con los coberturistas, pero un diálogo más basado en los valores podría tener sus ventajas con los soñadores poscoloniales, si se lleva a cabo de forma selectiva y se identifican las áreas de acuerdo, en vez de perseguir compromisos generales con los “valores universales”, y se respalda con ayudas económicas concretas. Los actores europeos también deberían tratar de fomentar la confianza de los soñadores poscoloniales mediante conversaciones productivas sobre la sostenibilidad de la deuda, la indemnización por pérdidas y daños debido al cambio climático y las cuestiones relativas a la propiedad intelectual de las vacunas. A través del Global Gateway, la UE tiene la oportunidad de convertirse en un socio clave en la transformación ecológica de África para el beneficio de ambos continentes.

Por último, en su enfoque sobre las potencias poliamorosas, como India y Turquía, Europa debe tener especialmente claro el carácter transaccional de cualquier relación. Por ello, los europeos deberían relacionarse con ellos con franqueza, sobre la base de los intereses convergentes. Cualquier cooperación con estos países será temporal por naturaleza, y debe estar condicionada por un claro sentido de beneficio mutuo. El IMEC brinda posibilidades en los ámbitos de la energía y las infraestructuras que pueden servir como ejemplo.

En todos los casos, la interdependencia estratégica requiere un enfoque matizado de la cooperación. Esto empieza por ser conscientes de que asimilar la nueva realidad de la fragmentación no puede suponer el aislamiento de los europeos del resto del mundo. Por el contrario, los europeos deben mantener relaciones constructivas con los actores no occidentales si quieren resolver los problemas globales y promover sus propios intereses. Tampoco supone el fin de la competencia. Sin embargo, si los europeos tienen claros sus intereses y capacidades, podrán aprovechar aún mejor su ya considerable peso. Esto tendrá más beneficios para Europa y el mundo que retrotraerse a un bloque del estilo de la Guerra Fría.

Sobre los autores

Asli Aydıntaşbaş es senior policy fellow asociada en el programa Wider Europe del ECFR y fellow no residente de la Brookings Institution. Sus temas de interés son la política exterior turca y las ramificaciones externas de su política interior.

Julien Barnes-Dacey es director del programa de Oriente Próximo y África del Norte del European Council on Foreign Relations. Trabaja en la política europea para la región, con especial atención a Siria y la geopolítica regional.

Susi Dennison es senior policy fellow del European Council on Foreign Relations y directora del programa European Power del ECFR. Sus temas de interés son la estrategia, la política y la cohesión de la política exterior europea; el clima y la energía, la inmigración y el conjunto de herramientas de Europa como actor global.

Marie Dumoulin es directora del programa Wider Europe del European Council on Foreign Relations. Tiene una amplia experiencia en los procesos de resolución de conflictos prolongados en la vecindad oriental de Europa.

Frédéric Grare es senior policy fellow en el programa Asia en el European Council on Foreign Relations y senior fellow no residente del Carnegie Endowment for International Peace de Washington. Sus temas de interés son la política exterior de India, la dinámica indopacífica y la seguridad marítima.

Mark Leonard es cofundador y director del European Council on Foreign Relations. Entre sus publicaciones anteriores figuran The Age of Unpeace: How Connectivity Causes Conflict y What does China think?

Theodore Murphy es el director del programa África del European Council on Foreign Relations. Dirigió misiones de atención de emergencias para Médicos Sin Fronteras en Afganistán, Irak y Sudán. Ha publicado y dado conferencias sobre cuestiones humanitarias en general, y, concretamente, en el contexto de la Guerra contra el Terrorismo.

José Ignacio Torreblanca es senior policy fellow del ECFR y director de su oficina en Madrid. También es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Nacional de Educación a Distancia de Madrid.

Agradecimientos

Este documento bebe de numerosas conversaciones, desacuerdos amistosos y discusiones acaloradas, en las que han participado tantos colegas de la dinámica comunidad del ECFR que sería imposible nombrarlos a todos aquí. No obstante, entre los que han contribuido considerablemente al proceso creativo y no aparecen como autores figuran Anthony Dworkin, Jeremy Shapiro, Jana Puglierin, Vessela Tcherneva, Célia Belin, Janka Oertel, Camille Grand, Arturo Varvelli y Piotr Buras. Anand Sundar ha prestado un asombroso apoyo a la investigación y la redacción durante todo el proceso, y Flora Bell su concienzuda y metódica edición de lo que a veces ha sido una pieza bastante caótica. Ambos han mejorado enormemente el resultado final. A pesar de todas estas aportaciones distintas, cualquier error es, por supuesto, responsabilidad de los autores.

El Consejo Europeo de Relaciones Exteriores no adopta posiciones colectivas. Las publicaciones de ECFR solo representan las opiniones de sus autores individuales.