El arte de la vasallización: cómo la guerra rusa contra Ucrania ha transformado las relaciones transatlánticas

La respuesta de los europeos a la guerra de Rusia contra Ucrania confirma su profunda dependencia de EE.UU., una postura imprudente dado el desafío de seguridad en Europa y la próxima competencia geopolítica con China

El presidente Joe Biden se reúne con la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, en el Despacho Oval de la Casa Blanca, el viernes 10 de marzo de 2023
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  • La invasión rusa de Ucrania ha revelado la profunda dependencia europea de Estados Unidos en materia de seguridad, a pesar de los esfuerzos de la UE de alcanzar la “autonomía estratégica”.
  • En la última década, la UE ha perdido un relativo poder económico, tecnológico y militar respecto a Estados Unidos.
  • Los europeos también siguen sin ponerse de acuerdo en cuestiones estratégicas cruciales para ellos, y se vuelven hacia Washington en busca de un liderazgo.
  • Durante la Guerra Fría, Europa fue un frente central de la competencia entre las superpotencias. Ahora, Estados Unidos espera que la UE y Reino Unido se amolden a su estrategia para China, y utilizará su posición de liderazgo para asegurar ese resultado.
  • Que Europa se convierta en vasallo de Estados Unidos es desaconsejable para ambas partes. Los europeos podrían ser una parte más fuerte e independiente de la alianza atlántica si desarrollan sus propios medios de apoyo a Ucrania y adquieren mayores capacidades militares.

Introducción

La cuestión del envío a Ucrania de carros de combate Leopard 2 agitó la política alemana y europea durante meses. Occidente había adquirido el compromiso colectivo de apoyar a Ucrania en su guerra con Rusia. Ucrania dijo que necesitaba carros de combate occidentales, y los Leopard, de fabricación alemana, eran los que mejor se adaptaban a sus necesidades. No es que el Gobierno de Berlín le quitara la razón, precisamente. Pero sí le preocupaba la escalada y la reacción de Moscú, sobre todo si se tiene en cuenta la turbulenta relación histórica de Alemania con Rusia, por lo que se negó a ser la primera en dar el paso. “Siempre actuamos juntos con nuestros aliados y amigos. Nunca vamos solos”, insistió el canciller alemán, Olaf Scholz. Lo curioso es que nadie le estaba pidiendo a Alemania que actuara sola. Gran Bretaña ya había anunciado que mandaría a Ucrania 14 de sus carros de combate principales Challenger. Los gobiernos polaco y finlandés habían expresado públicamente su

voluntad de suministrar varios Leopard 2 junto con otros aliados. El Parlamento Europeo votó en octubre de 2022 a favor de una iniciativa de la UE en este sentido. Estados Unidos, Francia y la propia Alemania ya se habían comprometido a enviar vehículos de combate de infantería a Ucrania, un sistema de armas que el lego ni siquiera distinguiría de los tanques. En términos más generales, el asunto de los Leopard se produjo en un contexto en el que Occidente, incluidos Alemania y Estados Unidos, ya habían proporcionado a Ucrania equipamiento militar por valor de decenas de miles de millones de dólares, gran parte del cual era ya bastante mortífero para los rusos.

Pero “sola” tenía un significado muy concreto para Scholz. No estaba dispuesto a enviar tanques Leopard 2 a Ucrania a menos que Estados Unidos enviara también su propio carro de combate principal, el M1 Abrams. No bastaba con que otros socios enviaran tanques, o que Estados Unidos pudiera enviar otras armas. Como un niño asustado en una sala llena de desconocidos, Alemania se sentía sola si el Tío Sam no le cogía de la mano.

En aras de la unidad de los aliados, Estados Unidos acabó interviniendo y accedió a proporcionar 31 tanques Abrams a Ucrania, a pesar de haber reiterado su convicción sobre su escasa idoneidad militar para Ucrania. El Gobierno alemán, que ya no estaba “solo”, aprobó la exportación y el traspaso de los Leopard a Ucrania. El liderazgo estadounidense permitió una vez más que la alianza resolviera una disputa interna. Probablemente, de aquí a unos meses todos se habrán olvidado de este episodio, salvo unos pocos analistas de la defensa transatlántica. No debería ser así. El episodio plantea otras preguntas fundamentales sobre la alianza atlántica que trascienden qué sistema de armas se envía a Ucrania. ¿Por qué el dirigente del país más poderoso de Europa cree que está solo e indefenso a menos que actúe al unísono con Estados Unidos? ¿Por qué, con una guerra en curso en el continente europeo, sigue siendo necesario el liderazgo estadounidense para resolver incluso las disputas menores entre los aliados? Hace unos años, estupefactos por la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, los europeos parecían dispuestos a recuperar el control sobre su destino de un Estados Unidos distraído y de escasa fiabilidad política. Sin embargo, cuando llegó la siguiente crisis, los gobiernos de Estados Unidos y Europa volvieron a caer en los viejos modelos de liderazgo de alianzas. Como se lamentó, antes de la invasión rusa, el alto representante de la Unión para Asuntos Exteriores, Josep Borrell: en realidad Europa no está presente en la mesa de negociaciones a la hora de

tratar la crisis ruso-ucraniana. En vez de eso, ha emprendido un proceso de vasallización.

En este documento se analiza por qué el liderazgo estadounidense ha vuelto con tanta fuerza a Europa, si perdurará más allá de la guerra en Ucrania y qué significa el regreso de Estados Unidos a Europa para la alianza transatlántica y los miembros de la Unión Europea.

La causa inmediata fue, por supuesto, la invasión rusa de Ucrania. La cuestión de fondo, no obstante, se halla en la estructura de las relaciones transatlánticas y las divisiones internas entre los miembros de la UE. Sin embargo, la guerra en Ucrania no ha cambiado la trayectoria fundamental de la política exterior de Estados Unidos —orientada hacia el Pacífico—, ni tampoco sus divisiones internas sobre la conveniencia de seguir invirtiendo en la defensa de Europa. Para sobrevivir y prosperar en el largo plazo, la alianza atlántica sigue necesitando un pilar europeo con capacidad militar e independencia política, pero la respuesta de la alianza a la guerra en Ucrania ha dificultado más aún alcanzar ese tipo de equilibrio. Por ello, en este documento se presentan varias ideas sobre cómo los responsables de las políticas europeas y estadounidenses pueden, durante y después de la guerra en Ucrania, desarrollar una alianza más equilibrada y, por tanto, más sostenible.

La americanización de Europa

En un pasado que hoy parece muy lejano —el gobierno de Trump—, el futuro de la alianza se presentaba muy distinto. La política exterior estadounidense se centraba en China, y Trump coqueteaba con Rusia y amenazaba con abandonar a los aliados europeos de Estados Unidos. Los responsables de las políticas europeas empezaron a hablar de la “soberanía” y la “autonomía” como mecanismos para establecer su independencia de un aliado estadounidense cada vez más caprichoso.

Como siempre, las voces fueron más enérgicas en Francia y las instituciones europeas, pero también tuvieron su ocasional eco en bastiones tradicionalmente atlantistas, como Alemania, Países Bajos e incluso Europa del Este. “Los tiempos en los que nos podíamos fiar completamente de los otros han acabado, hasta cierto punto”, dijo la canciller Angela Merkel en un acto de campaña en 2017.

Esta percatación general en Europa reflejó, en primer lugar, la conmoción ante las astracanadas de Trump y su discurso contra los aliados. Pero también era una expresión del simple punto de vista de que, más allá de las idiosincrasias de Trump, la política exterior estadounidense avanzaba estratégicamente hacia China, mientras que su política interior estaba cayendo en el ensimismamiento. Ninguna de las dos cosas presagiaba nada bueno para el compromiso de Estados Unidos con Europa en materia de seguridad.

En 2019, la nueva presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, creó una “Comisión geopolítica” y se comprometió a hacer de la UE un actor independiente en los asuntos mundiales. Al presentarla al Parlamento Europeo en 2019, prometió: “Mi Comisión no tendrá miedo de hablar la lengua de la confianza, pero será a nuestra manera, a la manera europea. Esta es la Comisión geopolítica que tengo en mente, y la que Europa necesita con urgencia” (énfasis añadido en el original). En lo que respecta al discurso, los dirigentes políticos de Bruselas, París y Berlín habían suscrito la idea de que los europeos tendrían que ser capaces de liderar la respuesta a las crisis en su región, pero no se hizo gran cosa para llevar esta idea a la práctica.

La invasión total rusa de Ucrania en febrero de 2022 hizo algo más que poner en entredicho esa cuestión: expuso su casi completa vacuidad. La contundente respuesta estadounidense y la buena acogida que tuvo en toda la UE llevó a la alianza a retomar su enfoque tradicional de los tiempos de la Guerra Fría. Como en tantas otras crisis durante la Guerra Fría, Estados Unidos tomó la iniciativa y aportó la mayor parte de los recursos. A sus aliados europeos les pidió básicamente su conformidad política y contribuciones financieras y militares a la estrategia liderada por Estados Unidos. Las disputas internas de los aliados, como el episodio de los Leopard, han girado en torno al alcance de dichas contribuciones. Todas las decisiones estratégicas se toman en Washington. Por el momento, ningún gobierno de la UE, ni siquiera en la tradicionalmente independiente Francia, ha puesto reparos a esta vuelta del liderazgo estadounidense. Al contrario: la mayoría lo está acogiendo de buen grado e incluso tratando de asegurar que se mantenga más allá de la guerra en Ucrania.

En cierto modo, no es ninguna sorpresa. Los países europeos no son actualmente capaces de defenderse por sí mismos y, por tanto, no tienen más remedio que depender de Estados Unidos en las crisis. Sin embargo, esa observación plantea una pregunta. Estamos hablando de países ricos y avanzados que han reconocido sus problemas de seguridad y que son cada vez más conscientes de que seguir dependiendo de Estados Unidos entraña riesgos a largo plazo. Entonces, ¿por qué siguen siendo tan incapaces de formular su propia respuesta a las crisis en su vecindad?

Hay dos causas fundamentales. Toda la atención prestada al declive de Estados Unidos respecto a China y las recientes convulsiones de la política interior estadounidense han eclipsado una tendencia clave en la alianza transatlántica en los últimos quince años. Desde la crisis financiera de 2008, Estados Unidos es cada vez más poderoso respecto a sus aliados europeos. La relación transatlántica no se ha vuelto más equilibrada, sino que está más dominada por Estados Unidos. La falta de capacidad de acción de los europeos en la crisis ruso-ucraniana se deriva de este creciente desequilibrio de poderes en la alianza occidental. Con el gobierno de Biden, Estados Unidos se ha mostrado cada vez más dispuesto a ejercer su creciente influencia.

La segunda causa es que los europeos no han logrado alcanzar un consenso sobre cómo debería ser esa mayor soberanía estratégica, cómo organizarse a sí mismos para ello, quiénes tomarían las decisiones en caso de crisis y cómo repartir los costes. En el fondo, los países europeos no se ponen de acuerdo sobre qué hacer, y no confían los unos en los otros lo suficiente para alcanzar acuerdos sobre estas cuestiones. En este contexto, los europeos no pueden saber qué harían con una mayor autonomía, o en qué se podrían diferenciar de Estados Unidos, porque carecen de procesos y capacidades para decidir sus propias políticas. El liderazgo estadounidense sigue siendo necesario en Europa porque los europeos siguen siendo incapaces de liderarse a sí mismos.

En este documento se analizan estos factores uno a uno.

El relativo declive de Europa

El creciente dominio de Estados Unidos en la alianza atlántica se evidencia en prácticamente todos los ámbitos del poder nacional. Si tomamos el indicador más básico, el del PIB, Estados Unidos ha superado espectacularmente a la UE y Reino Unido juntos en los últimos quince años. En 2008, la economía de la UE era algo mayor que la de Estados Unidos: 16,2 billones de dólares frente a 14,7 billones. En 2022, la economía estadounidense había crecido hasta los 25 billones de dólares, mientras que la UE y Reino Unido solo habían alcanzado en conjunto 19,8 billones. La economía de Estados Unidos es ahora casi un tercio mayor. Es más del 50 por ciento mayor que la de la UE sin Reino Unido.

Por supuesto, el tamaño económico no lo es todo en términos de poder, pero Europa también se está quedando atrás en la mayoría de los demás indicadores de poder.

Ese diferencial de crecimiento ha coincidido —de nuevo, contrariamente a las predicciones— con el aumento del uso mundial del dólar frente al euro. Según la última encuesta trienal de Bancos Centrales del Banco de Pagos Internacionales, el dólar estadounidense se compró o vendió en cerca del 88 por ciento de las operaciones de cambio de divisas mundiales en abril de 2022. Este porcentaje se ha mantenido estable en los últimos veinte años. En cambio, el euro se compró o vendió en el 31 por ciento de las transacciones, frente al 39 por ciento en 2010. El dólar también ha mantenido su posición como principal moneda de reserva del mundo, y representa alrededor del 60 por ciento de las reservas oficiales de divisas, mientras que el euro representa solo el 21 por ciento. Estados Unidos se ha beneficiado de la continuada primacía de su moneda para adquirir una capacidad en constante crecimiento de imponer sanciones financieras tanto a sus enemigos como a sus aliados, sin necesitar la cooperación de nadie. Rusia y China están dando la batalla contra dicha capacidad, con cierto éxito, pero los europeos la han aceptado, en su mayor parte.

También ha aumentado el dominio tecnológico estadounidense sobre Europa. Las grandes empresas tecnológicas estadounidenses —las “cinco grandes”: Alphabet (Google), Amazon, Apple, Meta (Facebook) y Microsoft— están a punto de dominar el panorama tecnológico en Europa como lo hacen en Estados Unidos. Los europeos están intentando servirse de la normativa sobre competencia para contrarrestar este dominio; por ejemplo, multó a Google con casi 2500 millones por el abuso de su posición dominante en los motores de búsqueda. Pero, a diferencia de los chinos, no han sido capaces de desarrollar alternativas locales, por lo que estos esfuerzos parecen condenados al fracaso. En consecuencia, los nuevos avances como la inteligencia artificial parecen destinados a reforzar el dominio tecnológico estadounidense sobre Europa. Y el llamado “efecto Bruselas”, que subraya el poder regulador de la UE, también pierde eficacia si los europeos se quedan atrás en la tecnología. Desde 2008, los europeos también han sufrido una drástica perdida de poderío militar respecto a Estados Unidos. El repunte del gasto militar europeo tras la invasión rusa de Ucrania en 2014 eclipsa a veces esta tendencia. Pero, por supuesto, todo poder es relativo: dado que el gasto militar en Europa ha aumentado sustancialmente menos que el de Estados Unidos, sigue estando rezagada. Entre 2008 y 2021, el gasto militar

estadounidense aumentó de 656.000 millones de dólares a 801.000. En ese mismo periodo, el gasto militar de la UE27 y Reino Unido aumentó solo de 303.000 millones[i] a 325.000. Peor aún, el gasto estadounidense en nuevas tecnologías de defensa sigue siendo siete veces mayor que el de todos los miembros de la UE juntos.

Por supuesto, el gasto militar es solo un indicador aproximado del poderío militar; pero el enfoque dividido de Europa respecto a estos gastos quiere decir que incluso estas cifras pueden ser probablemente superiores a las reales. Los europeos apenas colaboran en el gasto de su presupuesto, comparativamente pequeño, por lo que sigue siendo ineficiente. Los Estados miembros han incumplido el compromiso de 2017 de gastar al menos el 35 por ciento de sus presupuestos de adquisición de equipos en cooperación unos con otros. Esta cifra se situó en tan solo el 18 por ciento en 2021.

Peor aún, estos indicadores básicos de poder en realidad subestiman la debilidad europea, exacerbada por las divisiones crónicas. Cuando el Tratado de Lisboa de la UE entró en vigor en 2009, pareció anunciar una nueva capacidad europea para fraguar una política exterior común y aprovechar la fuerza latente de la que entonces era la mayor economía del mundo. Pero las instituciones del Tratado de Lisboa, y en particular el Servicio Europeo de Acción Exterior y la oficina que dirige Borrell, no han logrado salvar las diferencias de la UE en materia de política exterior.

La UE, a pesar de todas sus ambiciones geopolíticas, sigue siendo incapaz de formular una política exterior y de seguridad común. La crisis financiera dividió al norte y al sur, la crisis migratoria y la guerra en Ucrania dividieron al este y al oeste y el Brexit dividió a Reino Unido y a prácticamente todos los demás. En particular, la pérdida de Gran Bretaña, la segunda economía de la UE y su mayor potencia militar, fue un duro golpe para el prestigio y la capacidad de la UE de ejercer influencia geopolítica.

Por todas estas razones, el dominio estadounidense en la alianza ha ido en aumento en la última década y media. Y el poder importa. El creciente peso de Estados Unidos en la relación supone que los europeos se sienten cada vez más incapaces de actuar y que los estadounidenses tienen cada vez menos interés en la opinión de los europeos respecto a las cuestiones de seguridad, aunque en este momento no sea evidente por la política del gobierno de Biden —“No os preocupéis, os cubrimos en esto”— respecto a la guerra.

Las consecuencias de la debilidad

La invasión rusa de Ucrania en febrero de 2022 se produjo, pues, en un momento de grave debilidad geopolítica de Europa. Al igual que hicieron antes los gobiernos de Obama y Trump, el de Biden ha dado sólidas muestras de su intención de centrar la atención de su política exterior y sus recursos en el este de Asia. Y, en su primer año, logró mantener este enfoque, en gran medida. Retiró las fuerzas estadounidenses de Afganistán sin coordinarse con sus aliados europeos, y cerró el AUKUS —un nuevo e importante pacto sobre defensa y submarinos con Australia— aun a costa de marginar a Francia.

Pero cuando los servicios de inteligencia de Estados Unidos detectaron el despliegue militar ruso a lo largo de la frontera ucraniana en el otoño de 2021, sus responsables de políticas se dieron cuenta enseguida de que, para lograr una respuesta contundente y unificada, era necesario el liderazgo de Estados Unidos. Fue quien proporcionó la información sobre las intenciones del Kremlin y advirtió de la invasión en ciernes, a lo que Europa respondió a menudo con escepticismo. Fue quien determinó la mayoría de las sanciones occidentales contra Rusia, y en particular las dirigidas a su banco central. Por supuesto, sin el acatamiento europeo, las sanciones tendrían menos eficacia.

Sin embargo, es el dólar y el control estadounidense del sistema financiero internacional lo que ha dotado de efectividad a las sanciones. La respuesta estadounidense ha interrumpido e incluso revertido la intención expresa del gobierno de Biden de concentrarse en Asia. De modo que, a pesar de las crecientes tensiones con China a propósito de Taiwán, la Comisión de Revisión Económica y de Seguridad Estados Unidos-China concluyó en noviembre de 2022 que “el desvío de las reservas de armas y municiones existentes a Ucrania […] ha agravado un considerable retraso en la entrega de armas ya aprobadas para su venta a Taiwán, en perjuicio de la preparación de su ejército”.

Así, Estados Unidos ha superado a todos los Estados miembros juntos en la prestación de ayuda militar y humanitaria a Ucrania, y también ha acordado reponer muchos de los sistemas de armamento que estos aliados han proporcionado al país. En solo unos meses, el despliegue estadounidense en Europa aumentó desde el mínimo histórico de alrededor de 65.000 soldados en la posguerra a los 100.000. En la cumbre de la OTAN de junio de 2022, Biden anunció que Estados Unidos ampliaría aún más su presencia militar en Europa, incluidas nuevas fuerzas y cuarteles en Polonia, Rumanía y los países bálticos.

Sin duda, muchos países europeos e instituciones comunitarias están haciendo importantes aportaciones y proporcionando una ayuda esencial a Ucrania. Alemania ha aportado más de 14.000 millones de euros en ayudas a Ucrania, y su Bundestag acaba de aprobar otros 12.000 millones de euros en ayuda militar para los próximos años. Polonia, Estonia y Reino Unido han estado a la vanguardia de las labores de apoyo occidentales a Ucrania. Muchos países han acogido a un gran número de refugiados ucranianos. Pero, en general, sus esfuerzos son de un alcance mucho más modesto que los de Estados Unidos. Las aportaciones estonias, por ejemplo, son impresionantes si se miden en relación con su PIB. Pero una guerra no se gana en términos per cápita o acogiendo refugiados. Aun en conjunto, los recursos de Europa del Este no están ni remotamente a la altura de las exigencias.

Con todo, el liderazgo estadounidense no tiene que ver solo con los recursos. Estados Unidos ha demostrado ser necesario para organizar y unificar la respuesta occidental a la invasión rusa. En el seno de la UE se han producido en los últimos años unas enormes divisiones sobre la cuestión rusa. Polonia, Suecia y los países bálticos, por ejemplo, desconfían profundamente de miembros de la UE como Francia, Alemania e Italia, en este asunto.

Scholz y Macron creyeron hasta la mismísima víspera de la invasión que era posible alcanzar un acuerdo con Rusia. Intentaron darle un nuevo enfoque al Cuarteto de Normandía para disuadir a Rusia de llevar más lejos su invasión de Ucrania. El 24 de febrero de 2022, la invasión rusa acabó abruptamente con estos esfuerzos. Las políticas alemana y francesa en relación con Rusia quedaron desacreditadas a ojos de muchos en el centro y el este de Europa. Por ello, Alemania fue incapaz al principio de asumir el liderazgo en la formulación de una respuesta europea a la guerra en Ucrania al modo en que lo hizo tras la anexión de Crimea en 2014. Esta vez, los miembros de la UE no vieron a Berlín como un “mediador sincero”. Tampoco se habían olvidado del intento de Macron, en 2019, de proponer, sin haberlo consultado con ellos, la negociación con Rusia sobre un nuevo orden de seguridad europeo. En general, los europeos del este creen que el liderazgo de estos países se ha corrompido, o bien por el gas ruso barato y unos lucrativos dividendos, o bien por su irremediable ingenuidad sobre el carácter del régimen ruso. “Presidente Macron, ¿cuántas veces ha negociado usted con Putin? ¿Qué ha conseguido? ¿También

negociaría con Hitler, con Stalin, con Pol Pot?”, le preguntó con sarcasmo el primer ministro polaco, Mateusz Morawiecki, en abril de 2022.

Los países más poderosos de la UE no podían liderar porque no contaban con la confianza de los actores clave. Entretanto, los países más sistemáticamente antirrusos no podían liderar, porque, a su vez, no contaban con la confianza de Francia y Alemania. También son pequeños o relativamente pobres y, por tanto, carecen de recursos. Polonia es un país muy activo a la hora de expresar sus opiniones, pero que su gobierno socave el Estado de derecho lo convierte en una figura divisiva dentro del bloque. En este sentido, no fue posible ninguna política europea autónoma, porque, sin Estados Unidos, los europeos no se habrían puesto de acuerdo en nada, probablemente. Estados Unidos era realmente la única opción. Como tuiteó la primera ministra estonia, Kaja Kallas, en febrero de 2023: “El liderazgo de Estados Unidos ha sido clave para recabar un apoyo sin precedentes para Ucrania”. De hecho, es difícil encontrar a un responsable de políticas o experto a ambos lados del Atlántico que crea que había otra forma de organizar una respuesta unificada y contundente a la invasión rusa. Por estas razones, los miembros de la alianza transatlántica están volviendo a sus hábitos de la Guerra Fría: los estadounidenses lideran mientras los europeos empujan desde atrás o simplemente los siguen. No hay mucho margen o afán por una labor europea independiente a uno y otro lado del Atlántico, ni siquiera en cuestiones como el comercio entre Estados Unidos y Europa, antes consideradas ajenas al ámbito de la seguridad.

Las dinámicas de la alianza atlántica tras la guerra en Ucrania

Es difícil de imaginar, pero la guerra en Ucrania terminará algún día. Cuando lo haga, o quizá antes, los responsables de las políticas estadounidenses retomarán su intención de dirigir sus recursos a Asia. Al fin y al cabo, el desafío chino no ha desaparecido para la política exterior estadounidense mientras Occidente se ha concentrado en Ucrania.

La Estrategia de Seguridad Nacional estadounidense, hecha pública en octubre de 2022, apunta claramente en esta dirección, y afirma que “Estados Unidos dará prioridad al mantenimiento de una ventaja competitiva sobre [China]”. Esto podría parecer una prioridad inusual, dado que Estados Unidos está gastando actualmente decenas de miles de millones de dólares en apoyar a Ucrania en la guerra contra Rusia, y con ello se arriesga a una escalada con la mayor potencia nuclear del mundo.

Pero las razones son evidentes. Como afirma la Estrategia de Seguridad Nacional: “[China] es el único competidor con la intención de remodelar el orden internacional y que tiene, cada vez más, el poder económico, diplomático, militar y tecnológico para hacerlo”. China tiene cuatro veces la población de Estados Unidos, y su economía podría superar pronto a la estadounidense; su ejército también es más grande y cada día cuenta con más capacidad tecnológica. Está más integrada en la economía mundial de lo que hayan estado nunca la Unión Soviética o Rusia. China se ha situado en el centro de muchas cadenas de suministro críticas, de las que dependen Estados Unidos y sus aliados. Se ha definido a sí misma por oposición cultural e ideológica a Estados Unidos y a la idea de democracia, y ha empleado su nueva riqueza para extender las técnicas del control autoritario a todos los continentes del planeta.

Al desviar la atención y los recursos occidentales del Indo-Pacífico y conseguir que Rusia sea más radicalmente dependiente de China, la guerra en Ucrania no ha hecho sino dificultar aún más que se acometa este desafío estratégico. De hecho, es probable que un futuro gobierno republicano redoble sus esfuerzos para centrarse en China, ya que la mayoría de los líderes republicanos tienen una opinión aún más pésima sobre China, y más sesgada sobre los aliados europeos, que sus homólogos demócratas. Para algunos pensadores influyentes en la política exterior republicana, la gravedad del problema de China conlleva que, “si tenemos que dejar a Europa desprotegida, que así sea […] Asia es más importante que Europa”.

Pero, a pesar de esta inequívoca opinión procedente de Washington, la perspectiva en Europa sobre el futuro papel de Estados Unidos en la seguridad europea parece totalmente distinta. Como señala Liana Fix, del Council on Foreign Relations de Estados Unidos, señala que el liderazgo estadounidense “casi ha tenido más éxito del conveniente, al dejar a los europeos sin incentivos para desarrollar un liderazgo propio”.

El gobierno de Biden ha invertido muchas horas y aún más kilómetros aéreos en implicar a los europeos y coordinar las respuestas occidentales al estallido de la guerra. Esto ha supuesto, en parte, que los europeos estén muy cómodos apoyando desde la segunda fila, a pesar de que la guerra esté sucediendo en su propio teatro.

Ni siquiera Francia, durante mucho tiempo la más firme defensora de la autonomía europea respecto a Estados Unidos, ha protestado sobre el liderazgo estadounidense en la actual crisis. Francia sigue buscando una mayor capacidad independiente para Europa, sobre todo en términos de capacidad industrial de defensa. Pero, como se ha señalado, debido a las anteriores posturas francesas respecto a Rusia, le quedan pocos compañeros de viaje en la UE, si es que le queda alguno. París parece ser el último mohicano, aunque el resto de Europa ha renunciado casi por completo a la idea de una mayor autonomía estratégica.

La transformación en Alemania es más profunda. Scholz habla todavía de la necesidad de una mayor soberanía estratégica europea. El gobierno alemán parece haberse acomodado a la actual división del trabajo transatlántica. La cancillería recalca siempre que tiene ocasión lo excelente que es la relación personal entre Scholz y Biden. En lo que respecta al apoyo militar a Ucrania, nada es más importante para Berlín que la acción al unísono de Washington. Atrás quedaron los tiempos en que Martin Schulz, el candidato socialdemócrata a la cancillería en 2017, arremetía contra el compromiso de Alemania con la OTAN de gastar el 2 por ciento de su PIB en defensa, y afirmó que no se “sometería a una lógica estadounidense del rearme”. Es obvio que los socialdemócratas, que solían ser bastante críticos con Estados Unidos, se sienten lo bastante cómodos bajo el ala de Washington.

El discurso del canciller en febrero de 2022 sobre el Zeitenwende (punto de inflexión) en la política alemana y, en relación con este, los ambiciosos anuncios para la defensa alemana suscitaron esperanzas en Europa y Estados Unidos de que Alemania podría acabar erigiéndose como líder de la defensa europea. Un año después, Berlín sigue bregando con esta idea. En el suministro de armas a Ucrania, Alemania ni siquiera ha sido la primera en actuar, de modo que inspirara a otros a seguir su ejemplo. Ha esperado a que otros le mostraran el camino.

En general, la aplicación del Zeitenwende ha transcurrido con suma lentitud en materia de seguridad y defensa, lo que resulta especialmente llamativo, porque Alemania está avanzando a toda velocidad en otros ámbitos, como la construcción de terminales para la importación de gas natural licuado. En 2022 no se ha gastado nada del fondo especial de 100.000 millones de euros anunciado en el discurso de Scholz. Peor aún, el fondo especial no será ni mucho menos suficiente para compensar las décadas de infrafinanciación de la Bundeswehr. Alemania no cumplió el objetivo de gasto del 2 por ciento del PIB en 2022 y tampoco se espera que lo alcance en 2023. En general, el Gobierno alemán todavía no ha proporcionado la capacidad estructural y material necesaria para que la Bundeswehr se convierta en un pilar para la estabilidad de la seguridad europea.

Reino Unido, durante mucho tiempo el más devoto aliado de Estados Unidos en Europa, parece revitalizado por la vuelta del liderazgo estadounidense a Europa. Se ha convertido en un apoyo clave para Ucrania y ha marcado el ritmo al suministrar carros de combate. Ha establecido una cooperación especialmente estrecha con Polonia y los países bálticos, así como con Suecia y Finlandia, a los que ha dado garantías de seguridad bilaterales. Sin embargo, la implicación de Reino Unido sigue despertando recelos en el resto de Europa: las heridas del Brexit son muy profundas. La guerra en Ucrania podría ser una oportunidad para que Reino Unido desempeñe en el futuro un nuevo papel en el apoyo a la seguridad de Europa del Este, y que incluso pueda ayudar a resolver las disputas sobre política exterior en el seno de la UE. Pero, por el momento, lejos de unir a la UE, Reino Unido está sirviendo posiblemente como socio alternativo para aquellos países del norte y del este de la UE que desconfían de los miembros occidentales.

Son estos países del norte y el este los que más profundamente han cambiado la dinámica interna de la UE tras la invasión total rusa de Ucrania. Polonia, Suecia, República Checa y los países bálticos han hecho gala de una suerte de liderazgo moral en la política exterior europea. Creen que los acontecimientos han demostrado que su valoración del régimen ruso era correcta, y que los países occidentales de la UE no les prestaron la debida atención. “[Los países occidentales] creyeron que se debía a nuestra peculiar historia: que estábamos dolidos y no podíamos perdonar. Pero nosotros no vivimos en el dolor. Simplemente los conocemos. Sabemos cómo actúan los rusos”, dijo Ainars Latkovskis, presidente de la Comisión de Defensa del Parlamento de Letonia. También creen que su estatus de Estados de primera línea les confiere una autoridad única para determinar la política occidental respecto a Rusia y Ucrania. “Se entiende que somos la región donde la OTAN, al defender su territorio, o bien triunfa, o bien fracasa. Se trata de una cuestión de vida o muerte para la OTAN”, según Edgars Rinkevics, ministro de Asuntos Exteriores de Letonia. Por último, se sienten justificados en su opinión de que solo Estados Unidos puede, en última instancia, garantizar su seguridad. Siempre escépticos ante la idea de la autonomía estratégica, ahora piensan que esto equivaldría a un suicidio estratégico. En consecuencia, están adoptando medidas para fomentar una mayor implicación y el liderazgo de Estados Unidos en Europa, en especial abogando por una mayor presencia y más permanente de sus tropas en Europa del Este y promoviendo el ingreso en la OTAN de Suecia y Finlandia.

En conjunto, la nueva dinámica política interna europea ya está estructurando su política de defensa para el futuro. Aunque los Zeitenwendes en Alemania y otros Estados de la UE ya han impulsado aumentos en el gasto europeo den defensa, la estructura de dicho gasto conlleva en realidad una mayor dependencia de Estados Unidos. Frente a la guerra, “la planificación de la defensa sigue haciéndose en su mayor parte de forma aislada”, y muchos países europeos “consideran muy difícil la cooperación en defensa; solo la tienen en cuenta cuando coincide con los planes nacionales, y suelen optar por soluciones nacionales o proveedores no comunitarios”, advertía el llamado informe anual coordinado sobre defensa de la Agencia Europea de Defensa en noviembre de 2022.

Los intentos de crear una base tecnológica e industrial resistente, competitiva e innovadora para la defensa europea han pasado a un segundo plano. Los responsables de las políticas consideran a menudo que los programas de adquisición transnacionales de la UE requieren demasiado tiempo y son demasiado complejos. Lo que interesa es cubrir rápidamente las lagunas en la capacidad. El Gobierno alemán, por ejemplo, ha decidido comprar equipos de entrega inmediata, principalmente estadounidenses, incluidos los F-35 y los helicópteros de transporte pesado Chinook.

En el marco de la iniciativa europea Sky Shield (Escudo Celeste) propuesta por Alemania, se está estudiando la adquisición del sistema israelí Arrow 3 para la defensa contra misiles balísticos de largo alcance. Además, el sistema Patriot estadounidense es un componente central de la iniciativa. Hay importantes socios europeos, sobre todo Francia e Italia, que no están dispuestos a unirse al Sky Shield, y uno de los motivos aducidos es que la iniciativa no ha tenido en cuenta alternativas europeas al elegir sistemas de defensa aérea. Polonia decidió recientemente comprar tanques Abrams a Estados Unidos y tanques y obuses a Corea del Sur a medida que aumenta rápidamente sus capacidades militares. Esto generará dependencias que durarán décadas. El resultado es que los europeos se arriesgan a abandonar el desarrollo de una industria de defensa europea fuerte y competitiva, cuyo conocimiento especializado en tecnologías estratégicas del futuro esté a la altura del de otras grandes potencias.

La vasallización, esta vez

Puede que Estados Unidos y sus socios europeos hayan vuelto a sus costumbres de la Guerra Fría como alianza, pero, naturalmente, la actual situación geopolítica dista mucho de aquella. Europa era entonces el frente central en la lucha contra la Unión Soviética, y la estrategia, sobre todo en los primeros tiempos, giraba en torno a la reconstrucción económica y militar de Europa occidental para que pudiese afrontar el desafío del Este. En consecuencia, Estados Unidos nunca ha utilizado —o al menos lo ha hecho muy pocas veces— su papel dominante en materia de seguridad para obtener ventajas económicas dentro de sus fronteras. Al contrario: Estados Unidos permitió que su enorme superávit comercial de la posguerra menguara y se convirtió en el mercado de exportación de preferencia para los países de Europa en proceso de recuperación. Los países de Europa Occidental prosperaron bajo el paraguas de seguridad estadounidense en parte porque así lo contemplaba la estrategia de Estados Unidos durante la Guerra Fría.

La lucha del siglo XXI con China parece bien distinta. Europa no es el frente central, y su prosperidad y su poderío militar no son fundamentales para la estrategia estadounidense. Bajo el mandato de Biden, Estados Unidos ha adoptado conscientemente una política industrial estratégica dirigida a la reindustrialización nacional y al dominio tecnológico sobre China. Esta estrategia es en parte política económica interior —“una política exterior para la clase media” que responde a la desindustrialización nacional— y en parte una política exterior que responde a la posición dominante que China ha logrado durante los últimos años en industrias estratégicas como la energía solar y el 5G. Como señalaron Jake Sullivan, asesor de seguridad nacional de Biden, y Jennifer Harris, su directora de economía internacional, antes de ocupar dichos puestos, “abogar por la política industrial […] se consideraba antes vergonzoso; ahora debería resultar más bien algo obvio […] Las empresas estadounidenses seguirán perdiendo terreno en la competencia con las empresas chinas si Washington sigue confiando tanto en la investigación y desarrollo del sector privado”.

Desde el punto de vista conceptual, los aliados europeos tienen una función en esta lucha económica con China, pero no esa función no es enriquecerse y contribuir a la defensa militar del frente central, como ocurría en la Guerra Fría. Al contrario: su principal función, desde la perspectiva estadounidense, es apoyar la política industrial estratégica de Estados Unidos y ayudar a asegurar su dominio tecnológico frente a China. Podrían hacerlo mediante su conformidad con la política industrial estadounidense y circunscribiendo sus relaciones económicas con China a los conceptos estadounidenses de tecnologías estratégicas.

Es importante señalar que, en esta nueva lucha geoeconómica con China, no habrá cuestiones puramente económicas. Dado el carácter tecnológico y económico del conflicto con China, Estados Unidos puede tratar casi todas las disputas internacionales como un asunto de seguridad, y lo hará. En este sentido, el debate en Europa sobre si permitir o no la entrada de Huawei, el fabricante de dispositivos chino, en las redes de telefonía 5G europeas es un presagio de la futura integración de las cuestiones económicas y de seguridad. El Gobierno de Estados Unidos afirmó que, dada la estrecha relación de Huawei con el Gobierno chino, el uso de sus servicios en infraestructuras críticas tan sensibles presentaba un riesgo de seguridad inaceptable. En cuanto proveedor de seguridad para Europa, Estados Unidos tiene una autoridad única para esgrimir tales argumentos. No se equivoca, pero, como han señalado muchos, prohibir las ventas de Huawei en Europa también brinda una oportunidad a las empresas estadounidenses para establecer un mayor dominio tecnológico.

Dado que estas políticas pueden reducir el crecimiento económico en Europa, provocar una (mayor) desindustrialización o incluso negarles a los europeos posiciones dominantes en industrias clave del futuro, cabe esperar que generen una importante oposición en toda la UE. Y, hasta cierto punto, así ha sido. Existe un candente debate en la UE y Reino Unido sobre si los europeos deben seguir la política estadounidense para China, o si pueden actuar por su cuenta. La aprobación en Estados Unidos de nuevas medidas de política industrial, como la Ley de Reducción de la Inflación y la Ley de Chips y Ciencia han provocado mucho rechinar de dientes en Bruselas y otros lugares respecto a cómo pueden los europeos preservar sus propias industrias estratégicas. A raíz de estos proyectos de ley, el Consejo Europeo concluyó en diciembre de 2022 que la UE necesita llevar a cabo “una política industrial europea ambiciosa encaminada a adaptar la economía europea a las transiciones ecológica y digital y a reducir las dependencias estratégicas, sobre todo en los ámbitos más sensibles” (énfasis añadido en el original).

Sin embargo, no está nada claro que este debate se vaya a traducir en medidas normativas que afecten a la política económica exterior de Estados Unidos. Muchos funcionarios del Gobierno han expresado su opinión, en varias entrevistas con los autores desde el comienzo de la guerra en Ucrania, de que los europeos podrán quejarse y lamentarse, pero que su creciente dependencia de Estados Unidos en materia de seguridad hará que acepten en gran medida las políticas económicas enmarcadas en el papel de Estados Unidos en la seguridad mundial. Esta es la esencia de la vasallización.

Para ver este proceso de autosometimiento en acción, consideremos con más detalle el enfoque europeo de la Ley de Reducción de la Inflación (IRA, por sus siglas en inglés), la pieza legislativa más importante de la historia estadounidense en materia de política climática e industrial. Sucedió algo curioso en el proceso previo a la aprobación de ese proyecto de ley en el Congreso. Nadie tuvo en cuenta las consecuencias de la ley para Europa. A pesar del potencial efecto devastador de los 369.000 millones de dólares en subvenciones climáticas a la industria europea contempladas por el proyecto de ley, en el amplio debate sobre él apenas hubo mención alguna a su efecto sobre los aliados europeos de Estados Unidos.

Y lo que es aún más extraño: esta falta de atención a dicho efecto negativo se extendió a los propios europeos. Las estipulaciones del proyecto de ley no eran ningún secreto: se debatieron abiertamente en el Congreso durante bastante más de un año. El Gobierno canadiense vio el peligro y consiguió, mediante una campaña concertada de presión, una excepción a las disposiciones “Buy American” (compra preferente de productos estadounidenses). Al parecer, no ha habido ningún intento similar por parte de los europeos.

Tras la aprobación del proyecto de ley, hubo protestas en varios sectores de Europa, y en especial en Francia. Sin embargo, la Comisión Europea sigue insistiendo en que la IRA es una aportación clave al esfuerzo por combatir el cambio climático, y ha limitado la impugnación europea de las medidas de Estados Unidos para solicitar la inclusión de las empresas europeas en sus diversos planes de subvenciones. En lugar de enfrentarse frontalmente a Estados Unidos en la Organización Mundial del Comercio o tomar represalias, la Comisión ha optado por pregonar que la UE ya aplica un programa de subvenciones ecológicas que supera el ritmo del de Estados Unidos y para obtener exenciones. “Juntos, la UE y Estados Unidos ofrecen casi 1 billón de euros para acelerar la economía verde”, presumió Von der Leyen. En otras palabras: la UE no necesita responder con contundencia a la IRA; le basta con presumir de sus actuales subvenciones ecológicas. En febrero, la Comisión propuso el Plan Industrial del Pacto Verde para ampliar la inversión de la UE en tecnología ecológica. El Gobierno estadounidense apoyó tranquilamente esta cooperativa respuesta.

Coordinación a posteriori

Al final, es probable que no se produzca una crisis transatlántica grave a propósito de la IRA. Más bien, seguirá probablemente el nuevo manual de estrategia para las relaciones económicas entre Estados Unidos y Europa establecido por el gobierno de Biden, que podríamos llamar “coordinación a posteriori”.

El modelo difiere mucho de la cuidadosa coordinación que ha caracterizado la respuesta a la guerra en Ucrania. En esencia, consiste en que Estados Unidos actúa sin consultar seriamente a sus aliados europeos. Se produce una previsible respuesta airada al otro lado del Atlántico. El Gobierno estadounidense expresa su sorpresa y preocupación por el malestar de los aliados, y envía a varios emisarios de alto nivel a las capitales europeas para que escuchen con atención las quejas de los europeos y se comprometan públicamente a trabajar en ellas. El presidente anuncia entonces que ha escuchado y entendido las preocupaciones europeas, y que no se puede hacer mucho en esta fase, pero después ofrecerá alguna concesión simbólica. Los europeos se declaran satisfechos con su esfuerzo por conseguir que los estadounidenses se ocupen de sus problemas y todo el mundo sigue con su vida. Nadie parece percatarse de que, en ese proceso, Estados Unidos ha conseguido casi todo lo que quería.

Este es el modelo que siguió Estados Unidos durante la retirada de Afganistán y en el debate sobre el AUKUS en 2021, cuando fue, a espaldas de Francia, a cerrar un nuevo pacto de defensa con Australia y Reino Unido, arrebatando un lucrativo contrato de fabricación de submarinos al que era un aliado más antiguo. Y parece ser el modelo que se perfila en la reacción a la IRA y la Ley de Chips y Ciencia. El gobierno de Biden ha decidido “ceder ligeramente a la presión europea”, como escribió Politico, y ha permitido a los fabricantes de automóviles europeos acceder en cierta medida a los créditos fiscales estadounidenses para vehículos limpios.

En una asociación transatlántica más equilibrada, Estados Unidos nunca habría considerado iniciativas como la IRA sin consultar, porque los responsables de sus decisiones sabrían de forma innata que asegurar la asociación europea en las iniciativas geoeconómicas es una cuestión necesaria y nada trivial. Los europeos habrían participado en las primeras fases de formulación de estas políticas, lo que probablemente habría dado lugar a muchas negociaciones difíciles. Sin embargo, habrían evitado que se les presentara como un hecho consumado. En el caso de la IRA, por ejemplo, esto habría supuesto que la UE habría participado desde el principio en su elaboración, y el acceso de las empresas europeas a las subvenciones y exenciones de las disposiciones “Buy American”.

En la actual asociación, en cambio, la coordinación a posteriori funciona por la profunda y creciente dependencia europea de Estados Unidos, y la cada vez mayor integración de las esferas de la seguridad y la economía le resta mucho poder negociador, incluso en los asuntos económicos.

Cómo pueden los europeos reequilibrar la relación transatlántica

La vasallización no es una política inteligente en los tiempos de intensa competencia geopolítica que se avecinan, ni para Estados Unidos ni para Europa. La alianza con Estados Unidos sigue siendo fundamental para la seguridad europea, pero depender totalmente de un Estados Unidos distraído y encerrado en sí mismo para el elemento más fundamental de la soberanía condenará a los países de Europa a la irrelevancia geopolítica en el mejor de los casos, y a ser un juguete de las superpotencias, en el peor. Para poder proteger sus intereses económicos y de seguridad, que a veces diferirán de los de Estados Unidos, los europeos necesitan desarrollar una relación transatlántica más equilibrada.

Además, la vasallización no contribuirá en última instancia a mantener la implicación estadounidense en Europa. Washington ha exigido de forma frecuente y sonora mayores aportaciones europeas a los esfuerzos comunes de defensa. Aunque muchas de las acciones de Estados Unidos fomentan la vasallización, la mayoría de sus responsables de formular las políticas saben, a juzgar por la experiencia de los autores, que necesitan un socio europeo fuerte para la competencia geopolítica que se avecina. Son conscientes de que un socio así sería más independiente, y que esa independencia —aunque no siempre sea bien acogida en asuntos concretos— no representa una amenaza para una asociación funcional, como sí lo serían unos socios europeos cada vez más débiles e irrelevantes. En última instancia, la implicación estadounidenses en Europa solo se mantendrá si Estados Unidos cree que tiene algo que ganar con sus socios. Eso requiere una asociación más equilibrada, no una mayor vasallización.

Una mayor soberanía europea sigue siendo un importante objetivo para algunos gobiernos, en especial para el francés y las instituciones comunitarias. Pero la mayoría de los países miembros ni siquiera desean actualmente una política más independiente. Casi todos los responsables de las políticas europeas reconocen en privado los riesgos de depender de Estados Unidos, y expresan su temor a la vuelta de Trump o alguno de sus afines a la presidencia. Pero, sobre todo durante la guerra en Ucrania, la mayoría se sienten colectivamente incapaces de una mayor autonomía, y no quieren hacer sacrificios políticos o fiscales para intentar adquirirla. Y, en el fondo, la desconfianza mutua de muchos países es mayor que el temor al abandono de Estados Unidos.

A estas alturas, parece evidente que este punto de vista solo puede cambiar siempre y cuando Estados Unidos demuestre de forma terminante que no tiene en cuenta los intereses europeos. Durante su tumultuoso mandato, la poco diplomática franqueza de Trump hizo más por la autonomía europea que nadie desde Charles de Gaulle. Pero, incluso en aquel momento, el progreso fue lento e irregular. El mensaje de Biden, más contradictorio, de priorizar Asia mientras lidera la respuesta a la guerra rusa en Europa es demasiado sutil para inspirar decisiones europeas difíciles.

En estas circunstancias, el mejor camino por ahora sería crear coberturas frente a la posibilidad de que Estados Unidos centre su atención en otra parte. Los europeos pueden hacerlo sentando las bases de una relación transatlántica más equilibrada y fomentando la confianza entre los gobiernos de Europa. Ya son posibles algunas de esas coberturas.

Desarrollar una capacidad independiente para apoyar a Ucrania en la guerra larga. La idea de que los países ricos de Europa no pueden tomar la iniciativa para contrarrestar la agresión en su propio continente, cuando todos los miembros de la UE —con la posible excepción de Hungría— coinciden en la necesidad de dicho esfuerzo, es un alarmante testimonio de la deficiencia estratégica de Europa. El European Council on Foreign Relations ha propuesto un plan para apoyar a Ucrania que contiene cuatro elementos esenciales: ayuda militar a largo plazo mediante un nuevo pacto de seguridad; garantías de seguridad ante varias escaladas rusas concebibles; esfuerzos de seguridad económica que proporcionarían ayuda financiera e iniciarían el largo proceso de reconstrucción como parte de la “asociación para la ampliación”; y medidas de seguridad energética que integrarían más estrechamente a Ucrania en la infraestructura energética de la UE. La UE, sus países miembros y Reino Unido deberían perseguir estas medidas, y cooperar para alcanzarlas.

Desplegar más efectivos de Europa Occidental en el Este, y ofrecerse a reemplazar a las fuerzas estadounidenses en algunos casos. Bajo la superficie de la unidad transatlántica, el primer año de guerra en Ucrania ha ahondado las divisiones en el seno de la UE, sobre todo entre la Europa del Este y Central, por un lado, y Francia y Alemania, por otro. Las fuerzas disuasorias, al estilo de las fuerzas estadounidenses en Alemania durante la Guerra Fría, son necesarias para fomentar la confianza entre Europa del Este y Occidental. Ya hay algunas fuerzas de Europa Occidental en Polonia y los países bálticos, pero unas fuerzas más permanentes y capaces, organizadas para prevenir o resistir una invasión rusa, generarían más confianza y seguridad.

Trabajar para conseguir unas mayores capacidades militares europeas y para actuar con autonomía, tanto dentro como fuera de la OTAN. Con independencia de cuál sea la política estadounidense, los europeos necesitan más capacidad militar y, sobre todo, algunas capacidades habilitadoras clave, como el transporte aéreo estratégico; información de inteligencia, vigilancia y reconocimiento; y munición guiada de precisión: todos ellos ámbitos dominados por Estados Unidos. Pueden conseguirlo tanto dentro como fuera de la OTAN. El ingreso de Suecia y Finlandia en la OTAN sumará a la alianza una importante capacidad militar e industrial de defensa. Podría brindar una oportunidad para crear un pilar europeo dentro de la OTAN que permita la puesta en común de recursos y el desarrollo de capacidades que los europeos podrían necesitar para defenderse y complementar las labores conjuntas de adquisición de la UE. La mayor aportación que la UE puede hacer en el reparto de responsabilidades en la OTAN es comprometer a los países miembros a invertir más, y de manera más inteligente, en sus capacidades de defensa y en tecnologías innovadoras. Por ello, el principal objetivo en el futuro debería ser la adquisición —dentro del marco de la UE— de capacidades militares conjuntas que puedan reforzar también las capacidades de disuasión y defensa de la OTAN. En este sentido, la UE debería convertirse en facilitadora de la defensa europea. Una Europa más capaz y autónoma debe incluir también una industria de defensa europea fuerte, innovadora y competitiva, cuyo conocimiento especializado en tecnologías estratégicas del futuro esté a la altura del de otras grandes potencias. A la larga, los esfuerzos de los europeos por aumentar su gasto en defensa y mantenerlo en un nivel muy superior solo será políticamente sostenible si genera empleo en Europa y beneficia a las industrias locales.

Proponer que Estados Unidos, la UE y Reino Unido formen una OTAN geoeconómica. Los recientes debates acerca del 5G y las subvenciones a las tecnologías verdes demuestran que la lucha con China penetrará muy hondo en el ámbito interno occidental, y cuestiones que hasta ahora habían sido puramente económicas serán tratadas como un asunto de seguridad. De hecho, en el siglo de la competencia entre China y Occidente, el ámbito geoeconómico se convertirá en el frente central. Por ello, los estadounidenses y los europeos necesitan un foro en el que considerar las consecuencias geoestratégicas de cuestiones económicas como las políticas industriales. Una “OTAN geoeconómica” permitiría a los socios transatlánticos pensar estratégicamente sobre los asuntos geoeconómicos y decidir de forma conjunta sobre la política económica exterior, en vez de que los europeos se limiten a aceptar las decisiones de Estados Unidos. La intención de dicho foro sería crear una política económica estratégica conjunta europeo-estadounidense sobre China que fuera más efectiva y redujera la vasallización.

Crear una alianza de defensa especial entre la UE y Reino Unido. La pérdida del ejército más capaz de la UE ha debilitado geopolíticamente a la UE y Reino Unido más de lo que ninguna de las partes quiere admitir. Ahora que la acritud a causa del Brexit empieza a disiparse poco a poco, estos socios necesitan buscar con urgencia una fórmula para reintegrar el ejército británico en la estructura de cooperación de defensa de la UE, a través de un acuerdo a medida que haga constar las singulares capacidades de Reino Unido y su aportación a la seguridad europea. La UE necesita ofrecerle a Reino Unido unos “mecanismos de acoplamiento” más atractivos para que acceda a las instituciones y los programas comunitarios. Debería ver su asociación con Londres como un medio para obtener más autonomía estratégica para la UE, en vez de menos. En el largo plazo, esto podría incluso ayudar a la reincorporación de Reino Unido a la UE, aunque esta posibilidad parezca ahora mismo muy remota.

Plantearse una disuasión nuclear europea. La guerra en Ucrania ha demostrado que las armas nucleares no son tan irrelevantes para la geopolítica como nos gustaría. Esto significa que no puede haber autonomía estratégica europea sin cierta capacidad de disuasión nuclear europea independiente. Dado que Europa cuenta con dos potencias nucleares, tiene una capacidad colectiva suficiente para establecer dicha disuasión. Esto sigue siendo un tema tabú hoy en día. Sin embargo, para cubrirse frente a la escasa fiabilidad de Estados Unidos, es necesario al menos debatir y saber qué acuerdos políticos y desarrollos de capacidades harían falta para crear una disuasión europea paralela a la disuasión ampliada estadounidense. Macron se ha ofrecido en varias ocasiones a entablar un diálogo al respecto con sus socios de la UE. Les corresponde ahora a otros países miembros, y en especial a Alemania, aceptar esa oferta.

En conjunto, el objetivo de estas ideas es lograr un mayor equilibrio en la alianza transatlántica y permitir a los europeos asumir más responsabilidad por la seguridad y la estabilidad en su propia vecindad. En modo alguno son un intento de desvincular a los europeos de su aliado estadounidense, sino de hacer que los socios europeos sean más capaces y responsables: los socios que Estados Unidos querrá y necesitará en sus próximas disputas.

Cualquier presidente estadounidense apoyaría sobradamente dicho esfuerzo, aunque algunos detalles puedan consternar a algunos sectores de Washington que temen unas políticas europeas más independientes. Incluso los presidentes estadounidenses menos diplomáticos y más centrados en Asia han sido siempre conscientes del valor de contar con unos socios capaces y eficaces en un mundo peligroso. Por tanto, se necesitan estos esfuerzos europeos, u otros similares, para impedir que la alianza degenere con el tiempo en un sistema de vasallización que suscitará el resentimiento de los europeos y el desdén de los estadounidenses.

Sobre los autores

Jeremy Shapiro es director de Investigación del European Council on Foreign Relations y senior fellow de la Brookings Institution. Sirvió en el Departamento de Estado de Estados Unidos entre 2009 y 2013.

Jana Puglierin es directora de la oficina de Berlín y senior policy fellow del European Council on Foreign Relations. También es directora de la iniciativa Re:shape Global Europe del ECFR, cuyo objetivo es arrojar nueva luz sobre el cambiante orden mundial y cómo afecta al lugar de Europa en el mundo.

Agradecimientos

de nuestros peores excesos. También quieren darles las gracias a Malena Rachals por su ayuda en la investigación y a Angela Mehrer por aguantarnos a los dos (casi siempre). Y, como de costumbre, quieren agradecerle a Adam Harrison su experta edición, su legendaria paciencia y su implacable lógica. También les gustaría culpar a estas personas de cualquier error, pero no pueden, por desgracia, porque todos los errores han de atribuirse a los autores.

Versión original en inglés aquí. Traducción al español de Verónica Puertollano.


[i] Cálculo de los autores basado en la SIPRI Military Expenditure Database.

El Consejo Europeo de Relaciones Exteriores no adopta posiciones colectivas. Las publicaciones de ECFR solo representan las opiniones de sus autores individuales.