Más y mejor: Por qué la Unión Europea necesita avanzar desde la autonomía estratégica a la interdependencia estratégica
La autonomía estratégica es una estrategia defensiva que envía el mensaje equivocado al mundo. En su lugar, la UE debería aceptar que las interdependencias no solo son inevitables, sino deseables, y trabajarlas con sus aliados y socios
La Unión Europea y sus Estados miembros han despertado geopolíticamente. La guerra rusa contra Ucrania les ha enseñado a los europeos, por las malas, que estos ya no pueden confiar en los mercados mundiales para determinar con qué países y regímenes se mezclan. No pueden depender de Vladimir Putin para su consumo energético, ni pueden los semiconductores o las tierras raras que necesitan para el desarrollo económico estar supeditados a los cálculos del dirigente chino, Xi Jinping, sobre si atacar Taiwán o asfixiar su comercio con un bloqueo.
El nuevo contexto geopolítico ha llevado a la Unión Europea a la búsqueda de una mayor autonomía. Sin embargo, la interdependencia no solo sigue siendo inevitable, sino deseable. Y aún puede contribuir al refuerzo y la seguridad de los Estados miembros, si eligen ellos cuándo y de quién dependen.
La Unión Europea debe acoger de buen grado esa interdependencia estratégica, y aumentar sus interdependencias con aliados y socios clave y, al mismo tiempo, reducirlas con sus rivales. La autonomía estratégica es una estrategia reactiva para afrontar los actuales desafíos; la interdependencia estratégica es una manera activa de satisfacer las necesidades de Europa y superar las limitaciones de la autonomía estratégica.
Autonomía estratégica: “No eres tú, soy yo”
La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, hizo de la autonomía estratégica un principio capital de su mandato. Charles Michel, presidente del Consejo Europeo, lo ha enmarcado como el “objetivo número uno para nuestra generación”. El presidente de Francia, Emmanuel Macron, y otros jefes de Estado se han implicado a fondo en este planteamiento. Pero este concepto se ha visto asediado desde el principio por las críticas y las disfuncionalidades.
El Consejo Europeo formuló la autonomía estratégica en 2016 como “la capacidad de actuar de forma autónoma cuando y donde sea necesario y con socios siempre que sea posible”. Algunos de sus problemas se derivan de la vaguedad y circularidad de esa definición. Otros radican en el carácter amplio de su contenido, que se extendió desde sus orígenes en la política de defensa de la UE hasta abarcar múltiples ámbitos: del comercio, la sanidad y la alimentación a la energía, las cadenas de suministro y los minerales críticos.
Y lo que es más importante: su aplicación ha dividido a los Estados de la UE, algunos de los cuales temen que la autonomía estratégica reafirme las tendencias proteccionistas y refuerce el poder económico-industrial de Francia y Alemania al tiempo que debilite el suyo propio. De ahí que países tan dispares como España y Países Bajos o Polonia y Finlandia se hayan pronunciado críticamente sobre el concepto, o afirmado la necesidad de cualificarlo como autonomía estratégica “abierta”. Consciente de estos problemas, la Comisión Europea ha elaborado un importante informe, que se presentará en la reunión del Consejo Europeo de octubre en Granada, en el que se hace hincapié en la “autonomía estratégica abierta”, o “cooperar multilateralmente en lo que podamos, y actuar de manera autónoma en lo que sea necesario”.
Y las dificultades no acaban en las fronteras de la UE. Los actos de Rusia en Ucrania han generado una nueva serie de problemas para el sur global, como las crisis alimentaria y energética. No obstante, muchos países han cumplido su compromiso con el derecho internacional al condenar la agresión rusa en Naciones Unidas. A su vez, esperan que la UE cumpla sus compromisos respecto al sistema abierto y basado en normas. Sin embargo, la autonomía estratégica habla de un bloque que es fundamentalmente reactivo al entorno internacional.
Antes, la UE veía con recelo el mundo de las sanciones internacionales (de ahí el diseño de herramientas como su instrumento anticoercitivo o su estatuto de bloqueo para protegerse de las sanciones secundarias de, principalmente, China y Estados Unidos). Pero, en el último año, se ha transformado en una entidad que no solo sanciona activamente países como Rusia, sino que está considerando iniciar su propia vía de sanciones secundarias contra quienes la ayuden. Es más: el bloque secunda ahora a Estados Unidos —e incluso se coordina con ellos— en una amplia política de sanciones a países, entidades y personas por motivos políticos. La UE también ha puesto en marcha medidas, como su reciente estrategia de seguridad económica, que establecen un armazón para vigilar los flujos de inversión; las cadenas de suministro sensibles; las exportaciones de bienes críticos, como los semiconductores; además de estar dirigida a asegurar las cadenas de suministro para los materiales y tecnologías críticos necesarios para alimentar la transición energética y digital de Europa.
La UE, por tanto, ya no solo trata de garantizar su propia autonomía estratégica para no verse coaccionada por otros, sino que también aspira a condicionar activamente las decisiones de estos. Con ello, corre el riesgo de sumarse al viraje proteccionista e intervencionista de la economía mundial al que dio comienzo el gobierno de Trump y que Joe Biden ha mantenido e intensificado, por ejemplo, a través de la Ley de Reducción de la Inflación.
La UE debe escuchar en primer lugar
Desde la intrusión total rusa, se ha vuelto un lugar común, en Bruselas y las capitales europeas, lamentarse de que el sur global no ayuda lo suficiente contra Moscú: muchos países condenan a Rusia en la ONU, pero no lo acompañan con sanciones. Como ha señalado en numerosas ocasiones el jefe de la política exterior de la UE, Josep Borrell, a la hora de exponer los argumentos de Europa contra Rusia, “estamos perdiendo la batalla del relato”.
Pero si los europeos escuchasen más, verían que a muchos de estos países también les preocupa, y con razón, que el conflicto esté acentuando el giro mundial geopolítico desde las reglas y el comercio hacia el poder y la seguridad. Las encuestas del ECFR han revelado que muchos países del sur global ya no consideran a la UE un actor que defiende el sistema abierto y basado en normas, sino uno que los empuja a unirse a las iniciativas europeas y estadounidenses para derrotar a Rusia y contener a China. A su parecer, un mundo de sanciones, de controles a la exportación, de vigilancia de las inversiones y de medidas proteccionistas va en detrimento de su crecimiento y sus intereses. Como expuso hace poco la secretaria de Relaciones Exteriores mexicana, Alicia Bárcenas, en la cumbre de la UE y los países de América Latina y el Caribe celebrada en Bruselas, ellos, al igual que la UE, también están preocupados —y mucho— por su propia autonomía estratégica. Se sienten destinatarios pasivos de las decisiones de la Estados Unidos, la UE y China, a las cuales no se les ha invitado para debatirlas o participar en ellas.
Para el sur global, el problema es que el norte global —tras haber preconizado durante décadas un sistema multilateral abierto y basado en normas— ha decidido unilateralmente cambiarlas o ignorarlas sin más. Los países ricos les pidieron a los Estados del sur global que adoptaran el Consenso de Washington y abrieran sus economías para prosperar juntos. Sin embargo, en los últimos tiempos han optado por una política de reindustrialización general que sitúa el “Buy American” de Biden, el “made in Europe” de Macron y la búsqueda de China de su propia autonomía estratégica muy por delante y por encima de los intereses del sur global.
Y después actuar
La UE y los países miembros deben forjar lazos recíprocos con los países de los que dependen en términos estratégicos o que quieren alcanzar una interdependencia estratégica. La primera tanda de los llamados acuerdos de asociación estratégica sobre materias primas firmados por la UE y una serie de países como Chile y Kazajistán son buenas iniciativas. Demuestran que la UE puede ser un socio fiable para los países que deseen reducir o diversificar sus dependencias de China o Rusia, y al mismo tiempo crear empleo y apoyar a las industrias locales. Si dan buen resultado, otros países se podrían beneficiar de acuerdos similares y atraer la inversión y la financiación, privadas y públicas, de la UE.
Sin embargo, la UE debería tener cuidado de que su programa de inversión Global Gateway no reproduzca la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI, por sus siglas en inglés) de China. En primer lugar, la UE no puede igualar los recursos que China ha invertido en la BRI. En segundo lugar, la BRI, con su enfoque extractivo que se traduce en muy poca industria y trabajo cualificado en los países beneficiarios, es un mecanismo para reforzar la independencia de Pekín a expensas de aumentar las dependencias de sus socios: eso es exactamente lo que debería evitar la UE.
La UE debe fomentar la interdependencia. Sin embargo, esta vez, no puede dejarse en manos de los mercados: las nuevas e inevitables dependencias deben ser elegidas, no impuestas por manos invisibles o rivales. Antes, la interdependencia hacía a aquellos países que creían en una economía abierta y basada en normas más fuertes y unidos, y después se volvió tóxica y debilitante. Los dirigentes europeos tienen que diseñar estratégicamente sus relaciones, tanto para reforzar su capacidad de decisión como para vincular más estrechamente a los socios, y a nivel interno y externo.
La UE ha invertido mucho en definir, aplicar y perfeccionar la autonomía estratégica. Pero las nuevas realidades del mundo demuestran que liberarse de la interdependencia no es la solución. Más bien, la UE necesita gestionar la interdependencia. Esto significa tener en cuenta las preocupaciones de sus socios y aliados e invitarlos a desarrollar una interdependencia más resistente y efectiva. La interdependencia estratégica aumentaría la autonomía de la UE, de sus países miembros y de sus aliados y socios. Ayudaría a los Estados a maximizar su crecimiento y su riqueza y, por tanto, su base de poder. Esto también redundaría en su seguridad y, por tanto, en su soberanía. Los efectos colaterales serían el fortalecimiento del orden multilateral basado en normas y de las democracias liberales en todo el mundo.
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