La UE, los nuevos Titos y Rusia

En estos tiempos, celebrar una cumbre y hacerse la foto se convierte a menudo en el principal criterio de éxito o fracaso político. Sin embargo, las fotos de la reunión del Partenariado Oriental no podrán evitar la sensación de que ésta es una cumbre de mínimos.

En estos tiempos de crisis, en los que la política exterior es casi un lujo, celebrar una cumbre y hacerse la foto se convierte a menudo en el principal criterio de éxito o fracaso político. Sin embargo, las fotos de la reunión del Partenariado Oriental, en Vilna, que se celebra estos días entre la UE y los Estados del Este (Azerbayán, Armenia, Georgia, Ucrania, Moldavia y Bielorrusia), no podrán evitar la sensación de que ésta es una cumbre de mínimos. Y ello porque la apuesta de mayor trascendencia política –un acuerdo de asociación de la UE con Ucrania– está, hoy por hoy, en fase terminal ante los tejemanejes de Kiev. Y es que el suave modelo normativo europeo, su llamado poder blando, choca repetidamente con la crudeza de la Realpolitik en esta tierra dirigida por oligarcas postsoviéticos, pseudodemócratas o verdaderos dictadores como Lukashenko en Bielorrusia. Líderes que, al igual que la antigua Yugoslavia de Tito con su política no alineada, oscilante entre el Pacto de Varsovia y la OTAN, juegan a malabares entre una UE que es de interés nacional (pero quizás no tanto en su interés particular) y una Rusia cuya presencia política, militar y económica es asfixiante.

La UE no se siente cómoda con la geopolítica. Pero, guste o no, esto es básicamente a lo que se está jugando en la vecindad oriental, a tres bandas, entre Europa, estos nuevos Titos y Rusia. Una competición geopolítica en la que se entremezclan intereses, élites, luchas de poder y recursos fundamentales como la energía, y donde la competición de valores es sólo un elemento más, no determinante. Hay tres dilemas fundamentales para la UE. Uno, el dilema entre intereses y principios. Las reformas que pide la UE dependen a menudo de líderes de talante poco reformista, dando lugar a democratizaciones exprés, o, más a menudo, a regateos o amables portazos como el de Yanukovich o como el realizado en septiembre por Armenia, al anunciar su apoyo a las propuestas rusas para una unión aduanera. Y, claro, no es lo mismo tener a Ucrania en el cesto que tener a países pequeños como Moldavia, al margen de los esfuerzos reformistas de éstos, ni tener valientes manifestaciones prosueño europeo en Kiev, si sus clases dirigentes tienen otras preocupaciones más terrenales en la cabeza.

Segundo, el dilema entre integración y cohesión. La UE utiliza la perspectiva de la integración como casi su única política exterior y de seguridad para la Europa no comunitaria. Pero soslaya las implicaciones a largo plazo para una Europa comunitaria sumida en una crisis política existencial y con capacidad –y no digamos voluntad– muy discutible para integrar Ucranias, Georgias o sin ir más lejos, Bosnias. Finalmente, un tercer dilema entre la Europa regional y la Europa global. La supervivencia geopolítica de Europa pasa por mirar más a Asia y también por gestionar las crisis continuas en la vecindad sur del Mediterráneo. Pero no puede perder de vista la vecindad Este y sus retazos de la Guerra Fría.

Europa no puede perder de vista la vecindad Este y sus retazos de la Guerra Fría.

Estos dilemas no tienen fácil solución, máxime en tiempos de diplomacia a ritmo de Twitter, donde las grandes estrategias parecen reliquias del Congreso de Viena. Pero Europa tiene que despertar del sueño de los noventa. Las fórmulas que condujeron a la primera ampliación al Este no solucionan conflictos congelados, ni en el Cáucaso ni en Transnistria, y son de discutible eficacia en este juego de intereses, gas y poder. Europa tiene que empezar a transformar su masiva presencia, tanto en el Este como en el Sur, en verdadero instrumento de poder. Por ello, en lugar de suplicar a oligarcas locales o inundarlos de dinero para que cumplan lo que luego no cumplen, Europa haría bien en jugar también otras cartas, apostando por una verdadera diplomacia más estratégica en la que lo geopolítico no quite lo normativo ni viceversa. Una diplomacia flexible pero firme en sus exigencias reformistas. Eso probablemente no ahorrará lidiar con los Yanukovichs de Ucrania, pero puede que la UE gane en respeto y reputación, lo que hoy día, en política internacional, no es precisamente poco.

El artículo ha sido publicado en el diario La Razón

Escucha el análisis de Borja Lasheras sobre la Cumbre de Vilna y el Partenariado Oriental en el programa Europa Abierta (RNE):

 

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