La miopía de las potencias occidentales agrava el conflicto.


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Las potencias occidentales han fracasado en Siria. Entre una estrategia humanitaria poco entusiasta y un plan miope para perpetuar una guerra por interpuestos, combatida a través de la oposición, Europa, EE UU y los Estados importantes del Golfo están echando más lecha al fuego de la destrucción del país.

Que no haya ningún equívoco: la tragedia de Siria es obra de Assad. Al empeñarse en luchar contra las transformaciones políticas irreversibles que están produciéndose en la región, el régimen ha puesto al país al borde del colapso. Entre la opción de acometer las legítimas demanda de sus ciudadanos, durante tanto tiempo ninguneados, y la de no dar cuartel a las protestas pacíficas, el Gobierno de Assad eligió la última.

Pero la ingenuidad con la que las potencias extranjeras respondieron al levantamiento de los sirios, en el mejor de los casos, raya en la cortedad, y en el peor de los casos, es de una miopía criminal. No se ha destruido ningún sistema postcolonial de dominio de una minoría sobre una mayoría en Oriente Medio sin una tremenda inestabilidad y coste humano. Apoyar  las aspiraciones de los revolucionarios de Siria es honesto y justo. Pero en una fecha tan tardía como el invierno de 2012 no parecía haber una estrategia occidental creíble, ni siquiera para mitigar la espiral de sufrimiento humano, más allá de pedir, una y otra vez, como un loro, la salida de Assad y jugar a la sillita musical con diversos grupos de la oposición.

La postura occidental sobre Siria ha sido desandar el camino desde la exigencia de que Assad abandonara el poder hasta, ahora, las alabanzas a la imperiosa necesidad de lograr un acuerdo político. Pero Arabia Saudí y Qatar están empeñados en alcanzar la derrota decisiva del régimen y han estado armando y abasteciendo de forma constante a los grupos de la oposición Siria que son más de su gusto, durante muchos meses, sin duda con el apoyo tácito de Europa y Estados Unidos. Y ahora Francia y Reino Unido están reclamando a gritos que se levante el embargo de armas de la Unión Europea para poder armar también a los grupos rebeldes.

¿Pero con qué fin? Los altos cargos que respaldan esta política argumentarán que el objetivo es equilibrar el poder militar de la oposición y el del régimen; no es lograr una victoria decisiva, sino en otras palabras, forzar un empate que presione a Assad hasta que dimita y dejar que los restos que queden del régimen negocien una transición. Con Rusia e Irán apoyando de forma firme a Assad, el calendario para obtener ese resultado es una incógnita total. Y lo que es más importante, no se recuerda un solo conflicto donde el hecho de armar a diferentes facciones haya conseguido evitar la trampa de desatar vectores todavía más destructivos e imprevisibles del conflicto -incluso si se logra el objetivo militar inicial-, asegurando el círculo vicioso de la competencia por el poder entre grupos armados muchos más fortalecidos.

Para las autoridades de Europa y Estados Unidos, las opciones para evitar que esto ocurra son difíciles y desagradables: desplegar una fuerza significativa que paralice el espacio aéreo sirio así como defensas en tierra que alteren el equilibrio de poder de forma más rápida y decisiva (un escenario muy feo y arriesgado) o aceptar que cualquier solución en un futuro próximo tendrá que incluir Assad. Pero la estrategia actual condena básicamente a Siria al futuro más siniestro posible, y ya está suponiendo una hemorragia de su pasado y de su presente. Y las potencias occidentales deberían tener en mente lo abrumadora que será la tarea de reconstruir unos cuerpos de seguridad volátiles y fragmentados, lo que ya está suponiendo un enorme reto para los países de Oriente Medio (y un área donde la UE ya lo está haciendo mal, como pone de relieve el Informe de evaluación de la Política Exterior Europea del European Council on Foreign Relations, ECFR).

 

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