A pocket superpower

At first glance the recent Franco-British treaty on defence looks like a model of pragmatism, tinged by a British desire to keep greater pan-EU defence cooperation at bay. But like so many European agreements over the last decades, this aspiration to preserve sovereignty may not prevent the treaty contributing to exactly that higher level of cooperation.

“This agreement does not cede or share sovereignty; does not create a European army; and does not aspire to pool the nuclear deterrent forces of our two countries.” Rarely was a treaty preceded by so many provisos as to what it doesn’t mean. So much does it overuse the term “historic,” one wonders at David Cameron’s emphatic denial of the historic character of a treaty that no doubt contains some.

Subject to this deliberately defusing rhetoric, many observers have reacted negatively to the treaty by which the United Kingdom and France will synchronise the periods of service of their aircraft carriers, so that at least one will always be active, even with the other country’s planes aboard; cooperate in nuclear warhead design; develop joint industrial armament programs; and significantly improve the interaction of their armed forces.

At first sight, the agreement is a step backward in the establishment of a common European defence force. There is no reference to the Lisbon Treaty’s European security and defence policy, which provides for “pioneer” countries creating their own permanent defence cooperation structures, something like the first monetary cooperation agreements, that later gave rise to the euro, or the Schengen agreement, which also began as an extra-treaty initiative but led to the suppression of frontiers and a common visa policy.

The agreement not only disdains the European Union; worse yet, for a country like the UK, whose idea of the EU is seen through the filter of nation-states’ sovereignty, the disdain for other nation-states is conspicuous in a treaty that (so far) appears closed to third parties. Germany, which is undertaking a radical reform of its armed forces, could have contributed; Poland is not hiding its frustration, having long tried to enter into the Franco-German axis’ defense initiatives; and Spain, a firm defender of taking small pragmatic steps toward common capabilities, would surely have liked to partake in the accord, as it also possesses an aircraft carrier, as well as similar interests in the production of unpiloted airplanes, in-flight refuelling and so on.

However, the treaty allows room for a second reading. Not unironically and out of sheer necessity, Cameron has agreed to do all the things that are indispensable if we really wish, some day, to have a common European defence system. The British Conservatives have repudiated the European Defence Agency as the implementing organ of these agreements, vitiated as it is with two original sins: “European” in its name, and its seat in Brussels. But in practice, they have bought into its agenda of industrial cooperation, which will allow the Europeans to stop squandering money on duplicating costly armament programs and maintaining armies whose operational rigidities render them useless for deployment where important crises occur, ever more frequently outside Europe.

Anyone familiar with the history of European integration knows that Europe has always done things this way, the reticence of the states being an ultimate option in the face of the inevitable, and leaders being dragged along by challenges bigger than they were. Fortunately, Cameron being a Euro-sceptic, he does not know that European construction is the unintended consequence of decisions that, like his, are aimed at safeguarding sovereignty by other means. Cameron may fool himself and his country’s Euro-sceptics. But the agreement signed last Tuesday, though it attempts to save Europe’s pocket superpower from the European fever, contains a germ that, under the right conditions, will finally affect the patient. The financial crisis has served to us on a platter the deeper economic unification of Europe. Will crisis-driven budget cuts be the beginning of a European defence system? In politics the shortest distance between two points is never a straight line.

This article was published at El País English edition on 9 November 2010.

(English translation)

Superpotencias de bolsillo

“Este acuerdo no cede ni comparte soberanía; no crea un Ejército europeo y no aspira a poner en común las fuerzas de disuasión nuclear de nuestros dos países”. Nunca un tratado fue precedido de tantas precisiones sobre lo que no significaba. Se abusa tanto del término “histórico” que sorprende el énfasis puesto por David Cameron en desmentir el carácter histórico de un acuerdo que sin duda alguna lo tiene.

Víctimas de esta retórica deliberadamente desactivadora, la mayoría de los analistas han reaccionado muy negativamente al acuerdo firmado el martes en virtud del cual Reino Unido y Francia sincronizarán los periodos de servicio de sus portaaviones para que al menos uno esté siempre operativo, incluso con aviones del otro país a bordo; cooperarán en el diseño de sus cabezas nucleares; desarrollarán programas industriales de armamento de forma conjunta y mejorarán de forma significativa la interacción de sus Fuerzas Armadas.

A primera vista, el acuerdo supone un retroceso con relación al establecimiento de una defensa común europea. No hay ninguna referencia a la política europea de seguridad y defensa inaugurada por el Tratado de Lisboa, que permite a una serie de países “pioneros” abrir el camino mediante la creación de una cooperación estructurada y permanente en materia de defensa, algo así como lo que significaron los primeros acuerdos de cooperación monetaria, que luego dieron lugar al euro, o el acuerdo de Schengen, que también nació como una iniciativa por fuera de los tratados pero que desembocó en la supresión de fronteras y una política común de visados. Frente al acuerdo de Saint-Malo de 1998 entre Blair y Chirac, que con similares objetivos de coordinación y cooperación entre las Fuerzas Armadas de los dos países, sí que pretendía ser el precursor de una defensa común, aquí todo son loas a la OTAN.

El acuerdo no solo desprecia a la Unión Europea, lo cual viniendo de los conservadores británicos escasamente puede ser considerado una primicia. Peor aún, para un país como Reino Unido, que hace bascular su idea de Europa en torno a la soberanía de sus viejos Estados-nación, el desprecio hacia otros Estados-nación es patente en un acuerdo hecho entre dos y cerrado (¿por el momento?) a terceros. Alemania, que está acometiendo una reforma radical de sus Fuerzas Armadas, hubiera podido tener algo que aportar; Polonia no esconde su frustración, pues lleva algunos años trabajando para acercarse a las iniciativas de defensa del eje franco-alemán; y España, que también ha sido una firme defensora de dar pequeños pasos de tipo pragmático en la construcción de capacidades comunes, seguramente hubiera podido y querido sumarse a partes del acuerdo, pues también tiene un portaaviones, además de intereses similares en la producción de aviones no tripulados, reabastecimiento en vuelo, etcétera.

Con todo, el tratado admite una segunda lectura, pues no deja de ser irónico que Cameron haya aceptado, a fuerza de necesidad, hacer todas aquellas cosas que realmente son imprescindibles si algún día se quiere tener una verdadera defensa común europea. Los conservadores británicos han repudiado la Agencia Europea de Defensa como órgano ejecutor de estos acuerdos ya que suma dos pecados originales irreparables: llevar “Europa” en el nombre y tener la sede en Bruselas. Pero, en la práctica, han comprado su agenda de cooperación industrial, que es la que permitirá que los europeos dejen de malgastar dinero en duplicar costosísimos programas de armamentos y en mantener unos Ejércitos cuyas rigideces operacionales los hacen inútiles para desplegarse donde están las crisis que nos importan, que será, cada vez más, fuera de Europa.

Cualquiera que conozca la historia de la integración europea sabe que, en el fondo, Europa se ha hecho siempre así, con la reticencia de los Estados, como última opción ante lo inevitable, con unos líderes llevados a rastras por desafíos que eran más grandes que ellos. Afortunadamente, como Cameron es un euroescéptico, no sabe que la construcción europea es la consecuencia no intencionada de decisiones que, como la suya, pretendían salvaguardar la soberanía nacional por otros medios. Cameron puede engañarse a sí mismo y a los euroescépticos de su país todo el tiempo que quiera, pero el acuerdo del martes, aunque intente inmunizar a la superpotencia de bolsillo de la fiebre europea, contiene un germen que, con las condiciones adecuadas, terminará por infectar al paciente. La crisis financiera nos ha dejado en bandeja la profundización de la unión económica. ¿Serán los recortes presupuestarios que la crisis nos ha traído el comienzo de la defensa europea? En política, y más en política europea, la distancia más corta entre dos puntos nunca es la línea recta.

Este artículo fue publicado por El País el 5 de noviembre de 2010.

The European Council on Foreign Relations does not take collective positions. ECFR publications only represent the views of their individual authors.

Author

Head, ECFR Madrid
Senior Policy Fellow

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